Tienes que elegir: drama de decisiones

En un pequeño pueblo a orillas del Guadalquivir, donde la brisa trae el aroma fresco del río, Ana y Javier llevaban seis años juntos. Pero Javier no tenía prisa por casarse. Vivía cómodamente con sus padres, mientras Ana alquilaba un pequeño piso en el centro. A él le convenía: sus citas eran a su medida, noches cálidas en su compañía, y luego volver a casa, donde todo era familiar y sencillo.

Ana soñaba con una boda y un hogar propio donde comenzar su vida juntos. Sabía que comprar una casa era su responsabilidad, así que ahorraba con esfuerzo para la entrada de la hipoteca. Pero su corazón se angustiaba: ¿por qué Javier, a pesar de sus indirectas, no hablaba del futuro? Creía que él la amaba, pero la incertidumbre le corroía el alma cada día más. Finalmente, decidió aclarar las cosas.

—No estoy listo para el matrimonio, necesito tiempo— musitó Javier, evitando su mirada mientras se apresuraba a marcharse.

Ana sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Sus mejillas ardían de vergüenza, el corazón le estallaba de dolor. ¿Cómo había sido tan ciega? Todo estaba claro: no pensaba comprometerse con ella. Pero la esperanza, esa traicionera compañera, la mantuvo creyendo en un milagro hasta el final.

Pasó una semana de silencio agobiante. Javier desapareció: ni llamadas ni respuestas. Ana, después de una tormenta de emociones—desde la rabia hasta la desesperación— decidió dejar de llorar. Se centró en su sueño: un piso propio. Ya tenía ahorros para la entrada, y esa meta se convirtió en su salvavidas, alejando el dolor de la traición.

Tres meses después, Ana era dueña de un acogedor piso en las afueras. Buscar casa, firmar papeles y lidiar con la hipoteca borraron de su corazón la imagen de Javier. Por fin se sintió libre.

La primera noche en su nuevo hogar, Ana salió a comprar comida. En una callejuela, un gatito diminuto se le acercó. Sus enormes ojos, llenos de hambre y miedo, le traspasaron el alma. Ana se detuvo. Nunca había planeado tener mascotas, pero aquel pequeño, tembloroso e indefenso, era como un reflejo de su pasado—solo y perdido.

—Llévatelo, niña, que los perros de aquí acabarán con él— dijo una anciana que pasaba. —Hay muchos perros callejeros por estos barrios.

Las palabras de la mujer le llegaron al corazón. Ana, sin pensarlo, cogió al gatito. Ahora era dueña de su vida y podía tomar sus propias decisiones. Así llegó Lola a su hogar—un pequeño ovillo de calor que la miraba con devoción infinita y necesitaba su cuidado.

Seis meses después, cuando su vida empezaba a asentarse, Javier apareció como un rayo en cielo despejado. Llegó con flores y palabras de arrepentimiento, diciendo que quería empezar de nuevo. Ana, recordando el dolor pasado, le dio otra oportunidad. Él hablaba más de futuro, y en su corazón renació una chispa de esperanza.

Llegó el día que tanto anhelaba. Javier, de rodillas, le pidió matrimonio. Ana estaba eufórica, las lágrimas de felicidad nublaban su vista. Pero sus siguientes palabras destrozaron sus sueños:

—Pero Lola tiene que irse. Tengo alergia desde pequeño, y además, no soporto a los gatos.

Ana se quedó helada. Su mundo se derrumbó. Había sufrido tanto, tantas decepciones, y ahora, cuando la felicidad parecía al alcance, él le ponía un ultimátum.

—Si no quieres echarla, podemos dársela a alguien o… dormirla— añadió él, interpretando su silencio como duda.

—¿Estás en tus cabales?— La voz de Ana temblaba de rabia. —¡Es un ser vivo! ¡Es parte de mi familia!

—¿Familia?— Javier soltó una risita forzada. —Es solo un gato, Ana. Elige: o ella, o yo.

Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Javier intentó secarlas, pero ella solo miraba a Lola. La gata, sentada en un rincón, la observaba con confianza, como diciendo: “Tomarás la decisión correcta”. Ana se apartó bruscamente.

—Elijo a Lola— dijo con firmeza, aunque la voz le temblaba. —Ella no me traiciona, no me pone condiciones y me quiere tal como soy. Fui tonta por creerte otra vez. Vete. No tenemos nada más que hablar.

La puerta se cerró tras Javier. Ana se desplomó en el suelo, y Lola saltó a sus piernas, ronroneando fuerte. En ese momento, Ana lo entendió: había tomado la única decisión correcta. Las lágrimas se secaron, y su corazón se llenó de certeza—le esperaba una vida nueva y feliz. Y Lola estaría a su lado, recordándole que el amor verdadero no exige sacrificios.

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