Tenía 32 años cuando su hijo de 12 años se casó con su nuevo esposo de 22. Ella tenía 12, él 22, y su madre 32. Ayer, él se convirtió en el marido de su madre. Se lo anunciaron hoy.
La niña se encerró en su habitación y no salió en todo el día. La llamaban, su madre se acercaba a la puerta, le proponía ir juntas al cine, a un parque de atracciones, de paseo o a visitar amigos. No respondía. Tumbada en el sofá, primero lloró y luego se durmió. Después, miraba al techo, pensativa. Al anochecer, el hambre la obligó a salir.
Tardó años en acostumbrarse. Recibía cada palabra de su madre con desconfianza, los observaba a ambos con desdén, era insolente, grosera, llena de odio. La tía, hermana menor de su madre, intentó hablar con ella, pero no quiso escuchar. A menudo pensaba en huir. Una vez lo hizo, escondiéndose en una casa vecina, sentada en las escaleras del desván hasta que el frío la empujó a refugiarse con su tía.
Cuando su madre fue a buscarla, la niña ya estaba calentita y había comido. Las manos de su madre temblaban ligeramente, los ojos llenos de lágrimas. Había ido sola.
Regresaron a casa en taxi. La niña observaba el perfil de su madre: la veía envejecida. Pero él era guapo. Luego, desapareció misteriosamente por un mes entero. La niña no preguntó, su madre no habló, pero el ambiente en casa volvió a ser como antes. Solo ellas dos. Poco a poco, se reconciliaron y la niña se calmó.
Pero después, él regresó. El joven esposo de su madre. La niña se acostumbró a su presencia, entendiendo que ya formaba parte de sus vidas. A los 18, durante el almuerzo, le pasó un cuchillo por la mesa, reteniendo su mano más de lo necesario. Lo miró fijamente y él sostuvo la mirada. Su madre, pálida, bajó la cabeza. La comida terminó en silencio.
Otro día, cuando su madre no estaba, se acercó a él, apoyando la frente en su espalda, conteniendo la respiración. Él permaneció quieto un instante, luego la apartó suavemente, la tomó de los hombros y le pidió que no hiciera tonterías. Entonces, ella rompió a llorar histéricamente: “¿Por qué? ¿Qué le ves? Está vieja, tiene arrugas, ¿no lo ves? ¿Por qué quieres a una mujer vieja?”
Él le trajo un vaso de agua, la arropó con una manta y salió dando un portazo. Ella se quedó allí, llorando, comprendiendo que debía irse, mudarse a la residencia universitaria o buscar un piso. Acababa de ser rechazada como un gatito. Apartada. Humillada.
Él era tan guapo. Soñaba con él. No volvía a casa, y su madre guardaba silencio. Ambas vagaban por la casa como sombras.
Finalmente, regresó tras unos días. Su madre no estaba, y ella, otra vez sola, tomaba notas en la cocina mientras bebía té. Cuando él entró y se sentó frente a ella, su corazón se detuvo. Él, cansado, la miró a los ojos y dijo: “Amo a tu madre, acéptalo. Es a ella a quien quiero, no a ti. No volveremos sobre esto, deja de hacernos daño”. No apartó la mirada.
Esa noche, ella se quedó acostada, los ojos secos, la mente vacía. Al día siguiente, los encontró besándose en la cocina. Sintió náuseas y corrió al baño.
Consiguió plaza en la residencia. Su madre le rogó que volviera y, más tarde, le dio dinero para alquilar un piso.
A los 25, él 35, su madre 45. Contra todo pronóstico, la relación casi se normalizó. Los visitaba, almorzaban juntos, conversaban y reían. Su tía le dijo una vez: “Gracias a Dios, maduraste”. Su madre estaba feliz, serena; su marido, igual de guapo. Incluso más. Ella notó que comparaba a todos sus pretendientes con él, y esa idea le disgustaba.
Luego, vivió un amor desdichado. El hombre estaba casado y no pensaba dejar a su esposa. Lo amaba, lo esperaba después del trabajo, lloraba. No quería ser la amante oculta. Todo era doloroso, desgarrador. Él la llevaba al mar, le hacía regalos y se preguntaba si no era suficiente, si debía formalizarse con matrimonio e hijos. Para él, la rutina de pareja era aburrida.
Ella negaba con la cabeza, obstinada. Recordaba a su madre besando a su marido en la cocina, y a ella, tonta, huyendo para vomitar de asco. No entendía que la vida en pareja podía ser distinta. Bella. Tranquila. Auténtica.
Ese año, vivió una tormenta interior. Rara vez iba a casa. Veía a su madre en cafés, los visitaba a veces. Su madre había adelgazado, pero seguía cuidándose. Su marido era igual de encantador. Ella, ya adulta, comprendió por fin la magnitud del amor de su madre.
A los 28, él 38, su madre 48. Surgió un trabajo en otra ciudad y se fue. O más bien, lo buscó para escapar de relaciones pasadas que le habían consumido casi tres años.
Se adaptó bien a su nueva vida. Serena. Incluso inició una relación con un compañero, soltero y agradable. Parecía el momento de casarse, formar una familia. Tomar decisiones.
El marido de su madre viajó a su ciudad por negocios. Almorzaron juntos. Ella se sintió ligera, feliz. Le habló de su nueva vida, le preguntó por los negocios, por su madre. Él respondió. Hasta que notó sus manos y sintió un deseo intenso, físico, de que la abrazara…
Él pareció entender, se quedó callado, eligiendo palabras, temiendo herirla. Pero dijo: “Te quiero, niña caprichosa. Sé y entiendo tu dolor, tus heridas, tus deseos. Seguiremos siendo buenos amigos, siempre podrás contar conmigo”.
La situación fue incómoda. Ella negó con la cabeza y rio: “¿Qué quieres de mí, realmente?”.
Poco después, él la llamó: su madre estaba enferma y esperaba su visita. Llamó a su madre, cuya voz, aunque cansada, sonaba tranquila. “Claro, hija, ven el próximo fin de semana. No esta vez, tienes cosas que hacer. Me hará feliz verte, te echo mucho de menos”. Y su madre añadió, inesperadamente: “¿Me has perdonado? Por él, quiero decir. Sé que lo amabas, lo vi. Me arrepentí mil veces de cómo ocurrió todo. Perdóname. Nunca quise hacerte daño…”.
Él volvió a llamar: su madre estaba hospitalizada, debía ir. Dos días de trabajo, y llegaría. Dos días no eran tanto, ¿verdad? No era mucho, llegaría justo para las pruebas y el diagnóstico.
Fue. Pero no llegó a tiempo. Él estaba en el pasillo del hospital, la mirada perdida. Guapo y distante. La miró un instante, pesado, y luego volvió la vista hacia la ventana.
Tras el funeral, vagó como un fantasma por el piso. Movía objetos, lavaba platos ya limpios, preparaba tés que luego desechaba. Limpiaba las ventanas una y otra vez.
Él también ocupaba su tiempo, llegaba tarde del trabajo, no cenaba, entraba en silencio a la habitación.
Un día, en su ausencia, ella entró allí. El olor a perfumes de su madre, a felicidad pasada, le apretó el corazón al ver sus fotos por todas partes: en la cómoda, en la pared, sobre la colcha…Y al cerrar la puerta con suavidad, comprendió que el amor de su madre había sido tan vasto como el mar, y que ella, al fin, había aprendido a nadar en sus aguas sin ahogarse.







