Tiempo para uno mismo

Es hora de mí

El despertador de María suena a las seis y media, aunque podría levantarse más tarde. Lo programa no por necesidad, sino por temor a no arrancar el día a tiempo. Mientras la casa aún está en silencio, ella echa la colada, prepara un recipiente con trigo sarraceno y pollo para su marido, revisa que a su hijo Luis le hayan firmado el cuaderno de inglés y revisa el correo marcado como urgente. En el baño el espejo se empaña con la ducha y María se ve fragmentada: la frente, las pestañas, la línea de la boca que, en los últimos meses, se ha vuelto más rígida.

Trabaja como gestora de proyectos en una empresa donde todo se mide en plazos y riesgos. Cada minuto aparecen preguntas en el chat y su mano se extiende a responder, aun cuando está junto a la encimera. María sabe que si no contesta ahora, alguien pensará que ha caído y después tendrá que demostrar que sigue presente. Siempre está presente.

Luis, de diez años, se levanta con desgano y enfado. José, su padre, sale antes para ir a la obra y, de paso, lleva a Luis al colegio si María se retrasa. José no es un malo; simplemente vive en modo debe, como ella, y cuando por la noche se desploma en el sofá su cansancio parece una ley de la naturaleza. María se sorprende al envidiar esa claridad: cansado, entonces te tumbas. Su propio cansancio siempre exige una explicación.

Ese lunes recuerda que cumple cuarenta y un años cuando, por casualidad, el calendario le muestra el recordatorio del cumpleaños. Lo había puesto ella misma para no olvidar y, sin embargo, lo ha pasado por alto. Mira la fecha, la lista de tareas y descarta el aviso. En el metro, aferrada al pasamanos, piensa en aprobar el presupuesto, recoger un pedido, llamar a su madre porque se ofendería si no lo hace. Los compañeros le envían felicitaciones breves con emoticonos y ella responde gracias de forma automática.

Al otro lado de la ciudad, en la escuela, la profesora de literatura Carmen García comienza la primera clase a las ocho y quince. Tiene cuarenta y ocho años y, aunque se siente más como una operadora de tráfico que como docente, los niños hacen ruido, los padres escriben en los mensajeros, la directora envía tablas que hay que completar para la tarde. Carmen lleva cuadernos en la mochila, corrige ensayos en el autobús y en la cocina mientras hierve una olla de patatas.

Su hija, estudiante, vive sola pero llama casi a diario; las conversaciones suelen terminar en peticiones: transferir dinero, consultar horarios de trenes, ayudar con documentos. Carmen no sabe decir no ahora. Le parece que si rechaza, será una mala madre, una mala profesora, una mala persona. Lleva en la cabeza las expectativas ajenas como una lista de normas que no se pueden quebrantar.

En la sala de maestros hay galletas sobre la mesa, alguien ha traído para el té. Carmen toma una, luego otra, y siente crecer la irritación. No por la galleta, sino por sí misma. Oye a sus colegas hablar de los viajes del fin de semana, de quién ha logrado un masaje, y percibe en el verbo lograr una reprimenda velada. Ella también podría lograr si fuera más organizada, si no se dispersara atendiendo a los demás.

En la clínica donde trabaja Isabel, a las nueve de la mañana ya hay una fila. Tiene cincuenta y dos años, es médica de familia, y su despacho huele a antiséptico y al polvo de los archivos viejos. Los pacientes acuden con tos, presión arterial, certificados para el trabajo. Isabel escucha, prescribe, explica y, entre consultas, responde a la enfermera y verifica que el sistema no se haya colgado.

Su propia presión la mide rara vez. No porque ignore el riesgo, sino porque no quiere ver los números. Cuando todo el día ves los datos de los demás, los tuyos parecen un problema más. En casa la espera su padre, mayor, tras un ictus, con quien vive desde hace tres años. Puede llegar a la cocina solo, pero se confunde con la medicación, y ella organiza las pastillas en cajas semanales como si eso ordenara el resto.

Lucía, de treinta y siete años, trabaja como manicurista a domicilio. Su estudio es un piso tipo estudio en un nuevo edificio de Madrid, tiene una hipoteca, dos ventanas que dan a una calle ruidosa. Trabaja de sol a sol porque cada cliente cancelado deja un hueco en el presupuesto. Publica en redes fotos de uñas impecables, escribe horarios libres, responde a mensajes a las dos de la madrugada.

Su pareja, Álvaro, vive con ella pero como invitado. Ayuda ocasionalmente, recoge paquetes o saca la basura, pero considera que Lucía es dueña de su vida, por lo que debe arreglárselas sola. Lucía no discute; teme que la discusión se convierta en pelea, la pelea en ruptura y la ruptura en otro punto más en su lista de problemas. Ya tiene suficiente.

Lo que las une no es la edad ni la profesión, sino la forma en que llevan la vida sobre sus hombros como si fuera una cuerda que se rompería al soltar un solo hilo. Y a su alrededor siempre suenan voces contradictorias.

María escucha esas voces en la oficina cuando los compañeros hablan de productividad y equilibrio perfecto. En su feed aparecen videos de mujeres corriendo, tomando batidos verdes y hablando de amor propio. Ella los mira con una ira cansada; la sonrisa le parece otra obligación.

Carmen oye esas voces en el chat de padres donde discuten actividades extraescolares y tutores, y en conversaciones con vecinas que simultáneamente critican a la carrera y se ríen de las «ama de casa». Isabel las percibe en la fila de pacientes que exigen atención y al mismo tiempo reclaman que los médicos no hacen nada. Lucía las lee en los comentarios: ¿Cómo lo haces todo? y justo después Pues tú te quedas en casa.

El primer aviso de ansiedad de María ocurre en el metro, un miércoles. Está de pie, con el móvil en la mano, leyendo el mensaje del jefe: Hoy debemos cerrar el proyecto, si no nos desbordamos. De repente el tren frena bruscamente y siente que algo aprieta su pecho, como si le agarraran el corazón. El aire escasea. Intenta inhalar más profundo, pero el aliento sale corto y punzante.

María piensa que va a caer. No quiere caer. Le da vergüenza admitirlo, como si el colapso fuera debilidad. Baja en la siguiente estación, se sienta en un banco y presiona la palma contra el pecho. El ruido del metro, la gente hablando por teléfono, alguien comiendo una rosquilla, todo pasa de fondo. Mira sus rodillas y cuenta respiraciones.

Saca del bolso una botella de agua, toma un sorbo y siente que el nudo se afloja un poco. No de golpe, ni con gracia, sino lentamente, como si el cuerpo discutiera con ella. Diez minutos después logra ponerse en pie y llama a un taxi para volver a la oficina. En el coche escribe al jefe: Llegaré en una hora, me siento mal. Sus dedos tiemblan y cree que el temblor se ve en la pantalla.

El jefe responde: Vale. Ánimo. María lo lee y siente un vacío extraño. Ánimo es una palabra habitual, pero ahora suena como una orden.

El aviso de ansiedad de Carmen llega como un estallido. Un viernes por la tarde revisa cuadernos, la sopa se enfría en la cocina y su hija, al teléfono, le dice que necesita dinero urgentemente para un pago. Carmen intenta averiguar de qué se trata el pago mientras piensa en el sábado de la limpieza escolar.

En ese momento llega un mensaje de un padre: ¿Por qué mi hijo tiene un tres? Necesito una explicación. Carmen siente cómo le sube una ola de calor. Le dice a su hija: Espera, no puedo ahora, y la hija se enfada. Luego abre el mensaje del padre y responde de forma demasiado áspera, casi grosera. Lo envía y se arrepiente al instante.

Se queda mirando la pantalla y siente la vergüenza pegarse a la garganta. Quiere retroceder, borrar, hacerlo de otro modo, pero el mensaje ya está enviado. Apaga el móvil, va al baño, cierra la puerta y se queda allí, apoyada al lavabo. En el espejo ve manchas rojas en el cuello.

El aviso de ansiedad de Isabel es médico, pero igualmente inesperado. Un lunes, después de la consulta, le da un fuerte dolor de cabeza y náuseas. La enfermera le dice: Isabel, está pálida. Ella la ignora, pero una hora después se da cuenta de que no puede desentenderlo.

Entra en la sala de procedimientos y pide medir su presión. Los números del tensiómetro son muy altos. Isabel los mira y no piensa en sí misma, sino en el día completo que le espera, en que su padre no tendrá a quién alimentar, en que los pacientes se quejarán si cancela una cita. Entonces escucha su propia voz, seca y profesional: Necesito baja por enfermedad. Decirlo le cuesta más que diagnosticar a un paciente.

Lucía siente su crisis como entumecimiento en los dedos. Es una noche mientras aplica un esmalte a una clienta y, de pronto, ya no siente la punta del pulgar. Sonríe a la clienta, dice Un momento y corre al baño, abre el grifo de agua fría y mantiene las manos bajo el chorro. El entumecimiento persiste.

Vuelve, termina la aplicación, cobra, despide a la clienta, cierra la puerta y se sienta en el suelo del recibidor. En su cabeza gira la idea: si las manos fallan, todo se viene abajo. Crédito, material de consumo, comida, luz. Busca en el móvil entumecimiento dedos manicura. Los artículos hablan de síndrome del túnel carpiano, inflamación, cirugías. Lucía siente que la ansiedad sube.

Álvaro llega tarde con una bolsa del supermercado. Ve a Lucía en el suelo y le pregunta: ¿Qué pasa? Ella intenta explicar, pero las palabras salen fragmentadas. Álvaro se sienta a su lado, mira sus manos y dice: Descansa unos días. Lo dice sin mala intención, pero Lucía lo interpreta como incomprensión. Unos días para ella significan menos ingresos y clientas insatisfechas.

Estos episodios no son catástrofes. Nadie muere, nadie pierde el empleo de un día para otro. Pero después de cada uno, la estabilidad anterior se vuelve frágil. Cada mujer siente que no puede seguir así, pero no sabe cómo cambiar.

Esa noche María llega a casa más tarde de lo previsto. José ya ha alimentado a Luis; en la mesa hay un plato de pasta enfriada. María se quita el abrigo, se sienta y dice: Me sentí mal en el metro. Trata de hablar con calma, pero su voz tiembla.

José la mira con atención. ¿El corazón? pregunta. María se encoge de hombros. Quiere que él entienda que no es solo el corazón. José responde: Mañana vas al médico. Yo llevo al niño. María percibe en su respuesta no compasión, sino practicidad, y eso le tranquiliza.

Al día siguiente reserva cita en el centro de salud mediante la app. El único hueco disponible es la semana que viene, por la mañana. María quiere cancelar porque tiene una reunión, pero recuerda el momento en el metro y el miedo a caer. Escribe al jefe: Necesitaré salir una hora, tengo cita médica. Lo envía y espera, como si la llamaran al escenario.

El jefe responde al minuto: Vale, avisa al equipo. María lo relee y siente que algo dentro se relaja ligeramente. No ha cambiado el mundo, pero se ha permitido una pequeña acción sin justificaciones.

Carmen, al día siguiente, acude a la directora. Lleva impresas las conversaciones con el padre y siente cómo le sudan las manos. La directora es una mujer estricta pero cansada. Carmen dice: Me he pasado de la raya. Tengo vergüenza. No puedo responder a este flujo constante. ¿Podemos limitar el horario de respuesta?.

La directora la mira, suspira. Todos estamos saturados, dice. Probemos una norma: responder hasta las siete de la tarde. Después, lo dejamos para el día siguiente. Carmen siente alivio y, al mismo tiempo, culpa, como si hubiera pedido un privilegio.

Llama a su hija y le dice: Puedo ayudar, pero no siempre de inmediato. Yo también necesito descansar. La hija guarda silencio y luego pregunta: Mamá, ¿estás enferma?. Carmen responde: No, solo estoy cansada. Decirlo en voz alta le asusta, porque en su mundo el cansancio se soporta en silencio.

Isabel obtiene la baja médica por una semana. Sale del centro de salud con el papel y una bolsa de medicamentos, y le parece que la gente la mira como a una simuladora. En casa su padre le pregunta: ¿Qué haces aquí?. Isabel responde: El médico dijo que descanse. Él gruñe: Descansar es para los jóvenes. Isabel no discute.

Llama al servicio social que le recomendaron y pregunta por la posibilidad de una cuidadora unas horas al día. Le explican los documentos, la lista de espera, la necesidad de una solicitud y certificados. Anota todo en un cuaderno y siente irritación; todo vuelve a ser papel y espera. Sin embargo, decide iniciar el trámite, porque de lo contrario su presión seguirá siendo un número, no un síntoma.

Lucía no cancela clientes. Reprograma a dos para la tarde y a otro para el día siguiente; eso le parece una catástrofe mental. Envía a sus clientas habituales: Necesito aligerar el horario por salud. Una responde con comprensión, otra solo dice Ok. Una clienta escribe: ¿Estás enferma?. Lucía mira el mensaje, no responde.

Busca en internet a un ortopedista y reserva una cita privada, porque la espera del seguro es larga. Saca el dinero de los ahorros de sus vacaciones, que nunca llegan. En la clínica el doctor habla de sobrecarga de muñecas, de la necesidad de pausas, ejercicios y una férula. La palabra necesidad suena como amenaza.

En casa dice a Álvaro: Necesito que te hagas cargo de algunas tareas domésticas. No puedo con todo. Álvaro se enfada al principio. Tú también estás en casa, dice. Lucía lo mira y, por primera vez, no suaviza: Trabajo en casa. Es trabajo. Si me derribo por salud, los dos quedaremos sin dinero. Álvaro guarda silencio y luego propone repartir las tareas. No es una epifanía romántica, solo una conversación donde ella no retrocede.

A mediados del mes, cada una llega a un punto sin retorno.

Para María, el punto es una reunión con el director del proyecto. Él le propone otro proyecto porque lo haces mejor que nadie. María siente el familiar puñal de orgullo y miedo. Se imagina de nuevo en el metro, sin aire, diciendo aguanta a sí misma.

dice: No lo acepto. Ya llego a mi límite. Puedo ayudar con la transición, pero no lideraré. El silencio se hace denso. El director la mira y pregunta: ¿Estás segura?. María asiente. Dentro tiembla, pero se mantiene por decisión, no por costumbre. Él responde: Vale, lo redistribuiremos. No hay ira, solo molestia por el trabajo extra. María comprende que el mundo no se derrumba, pero que sus colegas podrían decir que se rinde. Tendrá que vivir con eso.

El punto de Carmen es el conflicto con el padre del alumno. Él, enfadado por la respuesta brusca, acude a la escuela, alza la voz, exige disculpas y amenaza con una queja. Carmen responde: Estoy dispuesta a discutir la nota y el trabajo de su hijo, pero no hablaré en ese tono. Si quieren, lo vemos con la directora y con cita. El padre se indigna, pero la directora, al lado, la respalda. Carmen sale del despacho con los pies temblorosos. El miedo está presente, pero también la sensación de haber dejado de tragarse.

Para Isabel, el punto llega el tercer día de baja cuando una colega le pide que cubra un informe. Isabel llega a la parada, siente que la presión vuelve a subir y se da cuenta de que se está engañando a sí misma. Llama a la colega y dice: No puedo, estoy de baja. La colega suspira, pero acepta. Isabel, por primera vez en años, se acuesta toda la tarde. Escucha al padre preparando el té en la cocina y siente, además de culpa, un alivio inesperado.

El punto de Lucía ocurre cuando una clienta exige atención inmediata y amenaza con ir a otro salón. Lucía mira la pantalla y decide no decir sí y trabajar hasta la madrugada con dolor en las muñecas. Escribe: Hoy no puedo, tengo disponibilidad el jueves. La clienta responde: No me vale. Lucía siente que todo se contrae, pero no se justifica. Apaga el móvil, va a la cocina, se prepara una comida sencilla y se sienta a comer sin mirar el móvil. La comida está tibAl fin, al cerrar los ojos sobre la mesa, sintió que, aunque la vida siguiera exigiendo, ahora estaba dispuesta a respirar a su propio ritmo.

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