El sueño empezaba con el zumbido del despertador a las seis y media, aunque en aquel mundo onírico la hora no importaba.Natalia García lo ponía no por necesidad, sino por el temor de no arrancar el día a tiempo. Mientras la casa aún guardaba el silencio, ella arrojaba la colada, empaquetaba al marido Sergio el contenedor de trigo sarraceno y pollo, revisaba que su hijo, Hugo de diez años, tuviera firmada la hoja de ejercicios de inglés y hojeaba el correo marcado urgente. En el baño el espejo se empañaba bajo la ducha y Natalia se veía en fragmentos: frente, pestañas, la línea de la boca que, en los últimos meses, había endurecido.
Trabajaba como gestora de proyectos en una empresa donde todo se medía en plazos y riesgos. Cada minuto aparecían preguntas en el chat y su mano se extendía a contestar, aunque estuviera al fuego. Sabía que si no respondía al instante, alguien concluiría que se había desaparecido y tendría que demostrar que seguía presente. Siempre estaba allí, aunque fuera en forma de sombra.
Hugo se despertaba cansado y gruñón. Sergio salía antes, rumbo a la obra, y de paso dejaba a Hugo en el cole si Natalia se demoraba. No era un mal marido; vivía en modo debe, como ella, y cuando por la noche se desplomaba en el sofá su cansancio parecía una ley de la naturaleza. A ella le molestaba envidiar esa claridad: estar cansado significaba poder acostarse. Su propio agotamiento siempre exigía justificaciones.
Ese lunes recordó que tenía cuarenta y uno cuando, en el calendario del móvil, surgió un recordatorio del cumpleaños que ella misma había anotado para no olvidar y, sin embargo, había pasado por alto. Miró la fecha, la lista de tareas y cerró el aviso. En el metro, aferrada al pasamanos, repasaba la necesidad de aprobar el presupuesto, recoger un pedido del punto de recogida, llamar a su madre porque se va a sentir ofendida si no le contestas. Los mensajes de sus compañeros llegaban con emojis y ella respondía gracias automática.
En otro barrio de la ciudad, en la escuela, la profesora de literatura, Carmen Rodríguez, iniciaba la primera clase a las ocho y quince. Tenía cuarenta y ocho años y, aunque se sentía más como operadora de central, seguía enseñando. Los niños parloteaban, los padres mandaban mensajes, la directora enviaba hojas de cálculo que había de rellenar para la tarde. Carmen llevaba cuadernos en la mochila, corregía redacciones en el autobús y en la cocina mientras la olla hervía patatas.
Su hija, estudiante universitaria, vivía sola pero llamaba casi a diario, pidiendo siempre: transferir dinero, consultar horarios de AVE, ayudar con papeles. Carmen no sabía decir no ahora. Le parecía que si negaba, se convertiría en una mala madre, en una maestra insuficiente, en una persona deficiente. Llevaba en la cabeza las expectativas ajenas como una lista de reglas inquebrantables.
En la sala de maestros había galletas de para el té. Carmen tomó una, luego otra, y sintió subir una irritación que no eran las galletas, sino ella misma. Oía a los colegas comentar quién había ido de excursión el fin de semana, quién logró un masaje, y percibía en la palabra logró una crítica velada. Se culpaba por no ser más organizada, por no dispersarse en los pedidos ajenos.
En la clínica donde trabajaba Mercedes Sánchez, la consulta ya a las nueve de la mañana estaba colmada de pacientes. Tenía cincuenta y dos años, era médica de familia y su despacho olía a antiséptico y a polvo de archivos. Los pacientes llegaban con tos, presión arterial, certificados laborales. Mercedes escuchaba, prescribía, explicaba y, entre citas, contestaba a la enfermera y verificaba que el sistema informático no se hubiera colgado.
Su propia presión medía rara vez. No porque desconociera el riesgo, sino porque no quería ver los números. Cuando todo el día se lidiaba con cifras ajenas, las propias parecían un problema superfluo. En casa la esperaba su padre, un anciano que había sufrido un ictus hace tres años. Podía llegar a la cocina solo, pero se confundía con la medicación, y Mercedes organizaba pastillas en blisteres semanales como si eso pusiera orden en el resto del caos.
La cuarta mujer, Ainhoa Méndez, era autónoma. Tenía treinta y siete años y se dedicaba al manicura en su piso. Vivía en un estudio de una nueva urbanización, con hipoteca, dos ventanas que daban a una calle ruidosa. Ainhoa trabajaba de sol a sol, pues cada cliente cancelado era un agujero en su presupuesto. Publicaba en redes fotos de uñas impecables, titulaba horas libres, y contestaba mensajes a las dos de la madrugada.
Su pareja, David, vivía con ella pero como invitado. Le ayudaba a veces, recogía paquetes o sacaba la basura, pero en general consideraba que Ainhoa era su propia jefa, así que debía arreglárselas. Ainhoa no discutía; temía que el conflicto se transformara en pelea, la pelea en ruptura y la ruptura en otro punto más en la lista de problemas. Ya tenía suficiente.
Lo que las unía no era la edad ni la profesión, sino la forma en que sostenían la vida sobre sus hombros, como si un solo hilo la hiciera romperse. A su alrededor resonaban voces contradictorias.
Natalia escuchaba esas voces en la oficina, cuando los compañeros hablaban de productividad y equilibrio ideal. En el feed de redes aparecían videos de mujeres sonriendo mientras corrían, bebían batidos verdes y hablaban del amor propio. Ella los miraba con una ira cansada; la sonrisa le parecía otra obligación.
Carmen oía esas voces en el chat de padres, donde las madres debatían sobre actividades extraescolares y refuerzos, y en las conversaciones con vecinas que simultáneamente criticaban a la carrera y se reían de las amas de casa. Mercedes las percibía en la fila del consultorio, donde los pacientes exigían atención y al mismo tiempo se quejaban de que los médicos no hacen nada. Ainhoa las escuchaba en los comentarios: ¿Cómo lo haces todo? y, justo después, ¡Pero tú no trabajas fuera!.
El primer llamado de alarma de Natalia surgió en el metro, un miércoles. Sostenía el móvil y leía el mensaje del jefe: Hoy hay que cerrar, si no nos quedamos atrás. De pronto el tren frenó bruscamente y sintió que su pecho se contraía, como si una mano lo apretara. El aire escaseó, intentó respirar profundo, pero el aliento resultó corto y punzante.
Pensó que iba a caer. Le avergonzaba la idea, como si el caer fuera una señal de debilidad. Al bajarse en la siguiente estación, se sentó en un banco y presionó la palma contra el pecho. En sus oídos zumbaba el ruido de la ciudad; gente hablaba por teléfono, alguien mordía un croissant. Miró sus rodillas y contó respiraciones.
Sacó del bolso una botella de agua, tomó un sorbo y percibió cómo la presión empezaba a ceder, lenta, como si el cuerpo debatiera con ella. Tras diez minutos logró ponerse de pie y llamó a un taxi para volver a la oficina. En el coche escribió al jefe: Llegaré dentro de una hora, me siento mal. Sus dedos temblaban, y parecía que el temblor se reflejaba en la pantalla.
El jefe contestó: De acuerdo. Aguanta. Leyó esas dos palabras y sintió un vacío extraño. Aguanta era una frase habitual, pero ahora sonaba como orden.
El llamado de alarma de Carmen llegó como una explosión. Un viernes por la tarde revisaba cuadernos, el guiso se enfriaba, y su hija, por teléfono, le suplicaba dinero urgente para un aporte. Carmen intentó averiguar a qué se refería el aporte mientras pensaba en el trabajo de limpieza de la escuela del sábado.
En ese instante, un mensaje de un padre llegaba al chat: ¿Por qué mi hijo tiene un tres? Tiene que explicarse. Carmen sintió arder una ola de calor interno. Le gritó a su hija: Espera, no puedo ahora, y la niña se ofendió. Luego abrió el mensaje del padre y respondió de forma demasiado brusca, casi grosera. Lo envió y se arrepintió al instante.
Se quedó mirando la pantalla, sintiendo cómo la vergüenza se pegaba a la garganta. Quería retroceder, borrar, hacer otra cosa. Pero el mensaje ya estaba enviado. Apagó el móvil, fue al baño, cerró la puerta y se quedó apoyada al lavabo. En el espejo vio manchas rojas en el cuello.
El llamado de alarma de Mercedes fue médico, pero inesperado. Un lunes, tras una consulta, le dio un fuerte dolor de cabeza y náuseas. La enfermera le dijo: Mercedes, está pálida. Ignoró el comentario, pero una hora después comprendió que no podía desestimarlo.
Pidió medir su presión. Los números del tensiómetro fueron demasiado altos. Pensó en el día completo que tenía por delante: el padre sin quien alimentarse, los pacientes que se quejarían si cancelaba citas. Entonces escuchó su propia voz, seca y profesional: Necesito una baja. Decirlo fue más difícil que diagnosticar a un paciente.
Ainhoa sintió su crisis como entumecimiento en los dedos. Fue una tarde, mientras terminaba el esmalte de una clienta, cuando notó que la punta del pulgar no sentía. Sonrió a la clienta, dijo: Un momento, y se dirigió al baño, dejó el grifo de agua fría correr sobre sus manos. El entumecimiento no desapareció.
Regresó, terminó el trabajo, tomó el dinero, despidió a la clienta, cerró la puerta y se sentó en el suelo del vestíbulo. Pensó: si mis manos fallan, todo se derrumba: la hipoteca, los suministros, la comida, la luz. Sacó el móvil y buscó entumecimiento dedos manicura. Los artículos hablaban de síndrome del túnel carpiano, inflamaciones, cirugías. El pánico subió.
David llegó tarde, con una bolsa del supermercado. Al ver a Ainhoa sentada en el suelo, preguntó: ¿Qué pasa?. Ella intentó explicar, pero las palabras salían fragmentadas. David se sentó a su lado, miró sus manos y dijo: Descansa unos días. Lo dijo sin mala intención, pero Ainhoa lo percibió como incomprensión. Unos días para ella significaban menos ingresos y clientes insatisfechos.
Estos crisis no fueron catástrofes. Nadie murió, nadie perdió el empleo de un día para otro. Pero después de cada una, la estabilidad anterior se volvió inestable. Cada mujer sintió que no podía seguir así, sin saber aún cómo hacerlo diferente.
Esa noche, Natalia llegó a casa más tarde de lo previsto. Sergio ya había alimentado a Hugo; en la mesa había un plato de pasta tibia. Natalia se quitó el abrigo, se sentó y dijo: Me sentí mal en el metro. Trató de hablar con calma, pero su voz tembló.
Sergio la miró atento. ¿El corazón? preguntó. Natalia encogió de hombros. Quería que él entendiera que no era solo el corazón. Sergio respondió: Mañana vas al médico. Yo llevo a Hugo. No hubo lástima, solo pragmatismo, y eso la tranquilizó.
Al día siguiente, reservó cita en la clínica a través de una aplicación. La única disponibilidad era la próxima semana por la mañana. Quiso cancelar porque tenía una reunión, pero recordó la vitrina del metro y el temor a caer. Escribió al jefe: Necesito salir una hora, tengo cita médica. Envió y esperó como si la llamaran al escenario.
El jefe respondió un minuto después: De acuerdo, avisa al equipo. Natalia lo volvió a leer y sintió cómo una pequeña tensión se aflojaba. No era el mundo más amable, pero sí había permitido una pequeña acción sin justificaciones.
Carmen, al día siguiente, fue a hablar con la directora. Tenía en la mano una captura del mensaje al padre y sentía las manos sudar. La directora, mujer estricta pero cansada, la escuchó. Carmen dijo: Me he excedido. Me da vergüenza. No puedo seguir respondiendo sin parar. ¿Podemos fijar horarios para contestar?. La directora exhaló: Todos estamos saturados. Propongo: contestar hasta las siete de la tarde, después se deja para el día siguiente. Lo comunicaré en el chat. Carmen sintió alivio y, al instante, culpa, como si hubiese pedido un privilegio.
Llamó a su hija y le dijo: Puedo ayudar, pero no siempre al instante. Yo también necesito descansar. La hija guardó silencio y después preguntó: Mamá, ¿estás enferma?. Carmen respondió: No, solo estoy cansada. Decirlo en voz alta resultó aterrador, porque en su mundo el cansancio debía soportarse en silencio.
Mercedes, tras una semana de baja, recibió una ayuda económica y una hoja de prescripción. Salió de la clínica con el papel y una bolsa de medicinas, y sintió que la gente la miraba como a una impostora. Así se sentía. En casa, su padre le preguntó: ¿Qué haces aquí?. Mercedes contestó: El médico me dijo que descanse. Él refunfuñó: Descansar es cosa de jóvenes. Mercedes no discutió.
Llamó al servicio social que le habían recomendado y preguntó por una cuidadora unas horas al día. Le explicaron los documentos, la lista de espera, los formularios. Anotó todo en un cuaderno y sintió de nuevo la irritación de la burocracia. Pero decidió iniciar el trámite, porque de lo contrario su presión se convertiría en un número más que en una señal.
Ainhoa, al día siguiente, no canceló a sus clientas. Reprogramó dos para la tarde y una para otro día; para ella eso era una catástrofe mental. Envió a varias clientas habituales: Necesito aligerar el horario por salud. Una respondió comprensiva, otra solo Ok. Una clienta preguntó: ¿Estás enferma?. Ainhoa quedó mirando el mensaje sin contestar.
Buscó ortopedista y reservó cita privada, pues la pública tardaba demasiado. Pagó con los ahorros destinados a unas vacaciones que nunca llegó. En la clínica, el doctor habló de sobrecarga de muñecas, de la necesidad de pausas, de ejercicios y de una férula. La palabra necesidad sonaba a amenaza.
En casa le dijo a David: Necesito que asumas parte de las tareas del hogar. No lo soporto sola. David se ofendió al principio. Tú estás en casa, replicó. Ainhoa lo miró y, por primera vez, no suavizó: Trabajo en casa. Es trabajo. Si me quiebro, nos quedaremos sin dinero. David guardó silencio, luego dijo: Vale, repartamos. No fue una revelación romántica, solo una conversación donde ella no cedió.
A mediados de mes, cada una llegó a un punto sin retorno.
Natalia, en la reunión de planificación, el jefe le propuso otro proyecto porque eres la que mejor lo hace. Sintió el familiar pinchazo de orgullo mezclado con miedo. Imaginó de nuevo el metro, la falta de aire, el eco de aguanta que se repetía dentro de ella. Respondió: No lo tomo. Ya llego a mi límite. Puedo ayudar a pasar el proyecto, pero no liderarlo. En la sala se hizo silencio; escuchó el clic de un bolígrafo. El jefe preguntó: ¿Estás segura?. Ella asintió. Dentro temblaba, pero se mantuvo firme por decisión, no por hábito. El jefe, sin ira, solo con fastidio, dijo: De acuerdo, lo redistribuiremos. Natalia comprendió que el mundo no se derrumbaba, pero percibió el precio: los colegas comentarían, alguien decidiría que se rinde. Tendría que vivir con eso.
Carmen, su punto crítico fue el enfrentamiento con el padre enojado que había recibido su respuesta cortante. Entró a la escuela, él gritó, exigió disculpas, amenazEn el último susurro del amanecer, las sombras de sus miedos se disolvieron en una ligera bruma que, como un velo de espejo, reflejaba la certeza de que el descanso también es un acto de valentía.







