Tesoro en el jardín: un drama familiar en el pueblo de los bosques

El tesoro en el huerto: un drama familiar en Valdemorillo

Carmen Fernández acababa de terminar de limpiar la casa. Era hora de poner la mesa. Ayer había preparado un puchero de verduras que estaba para chuparse los dedos. De repente, un grito llegó desde la calle. Casi se le cayó el cucharón de las manos, y el corazón le dio un vuelco del susto.

—¡Abuela! ¡Abuelo! ¡He encontrado algo, venid rápido! —gritaba su nieto Lucas, llamando a ella y a su marido.

Carmen y Francisco salieron corriendo al patio.

—Abuelo, ¡mira! —Lucas sostenía algo en la mano, radiante de emoción.

Pero a Carmen le llamó más la atención otra cosa.

—Lucas, ¿cuándo has tenido tiempo de remover la tierra del huerto? —preguntó, sorprendida, al ver la tierra bien removida.

—Me esforcé —respondió el niño con orgullo—. Pero ¡mirad lo que he encontrado!

Francisco miró el objeto en la mano de su nieto y se quedó paralizado, sin dar crédito a lo que veía.

Esa misma mañana, Carmen había estado hablando por teléfono con su hija. Al colgar, le gritó a su marido:

—¡Paco, nos traen al nieto!

Francisco apartó la vista del portátil, donde jugaba al solitario, y preguntó desconcertado:

—¿Qué nieto?

Tenían tres nietos. El mayor, Álvaro, ya tenía veinte años y había terminado un ciclo formativo. Su nieta Lucía acababa de terminar el instituto y se preparaba para entrar en Psicología. Sus padres no paraban de alabarla—emprendedora, siempre con los libros. Desde luego, ella no iba a ir a ningún sitio.

—¡Venga, Paco, como si no lo supieras! —se indignó Carmen—. ¿Quién es el vago de la familia? A los mayores los criamos bien, cuando teníamos fuerzas. Pero Lucas… ¡es un desastre! Terminó quinto con tres suspensos, ¡qué vergüenza! Y tú ahí, jugando a las cartas, ¡vaya abuelo ejemplar!

—¿Y qué quieres que haga? ¡Cada uno es dueño de su suerte! —refunfuñó Francisco, repitiendo su frase favorita.

—Eso está muy bien, pero no del todo. Ya veremos qué tal se porta cuando venga —declaró Carmen con determinación.

—No deberías haber aceptado —masculló el abuelo—. Es un consentido y un rebelde. El pequeño, ya sabes… siempre lo mimaron. ¿Qué va a hacer aquí? ¿Mirar el móvil mientras tú cocinas? A su edad tienen un apetito… ¡ya me entiendes!

Francisco cerró el portátil con cara de resignación.

—Voy a cavar tu huerto, eso haré.

—¡Ay, el huerto! —se rio Carmen—. Tres palmos de tierra para las lechugas y las zanahorias. Y, por cierto, ¿por qué es *mi* huerto? El nieto es de los dos, y las preocupaciones también.

—¡No he olvidado nada! —se enfurruñó Francisco—. Lo que pasa es que tú no recuerdas cómo eras a su edad. Si sus padres no pueden con él, ¡nosotros menos!

—Por cierto, le han quitado el móvil —añadió Carmen.

—¡Eso ya es el colmo! —se desanimó el abuelo y salió al patio.

Carmen se puso a preparar la comida. De repente, la puerta se abrió de golpe: era su marido.

—¿Qué haces aquí tan pronto? —preguntó ella, echando las verduras picadas al caldo.

—¡Ha empezado a llover, Carmen! ¡Mira por la ventana! —Francisco parecía aliviado de tener una excusa para no cavar bajo la lluvia—. Ya compraremos lo que haga falta.

—Como decía tu madre: *«Al perezoso, hasta la lluvia le ayuda»* —sonrió Carmen.

—¿Quién es el perezoso aquí? —protestó Francisco—. ¿Me estás llamando vago? ¡Vaya forma de hablar, Carmen!

—Anda, deja de quejarte —le atajó—. Ve a por una manta y una almohada de la trastera, que el nieto llegará pronto.

—Podría quedarse en casa con sus padres, menudo plan —siguió refunfuñando Francisco toda la tarde—. ¡Se acabó la tranquilidad! Nos han endilgado una prueba en plena vejez. ¡Ya hemos cumplido con lo nuestro!

A la mañana siguiente, un coche se detuvo frente a su casa en Valdemorillo. De él salió Lucas, hosco y malhumorado. Aunque, al ver a sus abuelos, les dedicó una sonrisa fugaz antes de volver a fruncir el ceño:

—¿Y qué voy a hacer aquí?

—Justo eso pienso yo, aquí no hay nada que hacer —murmuró Francisco para sí.

Pero Lucas lo oyó:

—Abuelo, ¿no te alegras de verme?

—¿De qué me voy a alegrar? Pones esa cara larga, no sirves para nada, solo das trabajo.

—Mamá, ¿has oído lo que ha dicho el abuelo? —se volvió Lucas, pero su madre, Laura, lo atajó:

—Papá, mamá, no le hagáis caso, siempre está de mal humor, son cosas de la edad. Bueno, me voy, luego paso a buscar a Lucas y charlamos. Mamá, aquí tienes su móvil por si se pone imposible. Y no te agobies, hay que repetírselo todo mil veces. Esta generación es rarísima —susurró antes de marcharse.

—¡No le importamos a nadie! —gruñó Francisco—. Nos ha soltado al chico y se ha largado.

—Siempre es lo mismo, nunca tienen tiempo —suspiró Lucas, echándose la mochila al hombro y entrando en la casa arrastrando los pies.

—Paco, ¿hoy sí que vas a cavar el huerto? —pidió Carmen—. Si no, no podré plantar nada.

—Carmen, ¡déjate ya del huerto! Me duele la espalda, ¿quieres que acaje en la cama? No vas a encontrar otro tesoro ahí. Mejor pídeselo al nieto, ¡él está lleno de energía! —masculló Francisco.

—¿Qué tesoro, abuelo? —asomó Lucas al instante desde la habitación.

—¡Vaya, resulta que sí escuchas! —se sorprendió la abuela—. Bueno, una vez el abuelo estaba cavando y encontró una cajita antigua.

—¿Y qué tenía dentro?

—¿Te interesa? Luego te la enseño.

—Abuela, ¿dónde está el huerto? Total, no tengo nada mejor que hacer —propuso Lucas de repente.

—Ve, la azada está en el cobertizo. Hay tres bancales detrás de la casa, escoge uno —asintió Carmen.

Lucas salió disparado.

—Se ha ido a buscar el tesoro —sonrió ella—. ¿Le ponemos algo?

—¡No tengo nada mejor que hacer! Dará dos golpes y lo dejará, es un vago de manual —se quebó Francisco.

—Claro, como quien lo dice —replicó Carmen, moviendo la cabeza.

Lucas estuvo más de una hora trabajando en el huerto. Francisco, ofendido por haber sido tachado de vago, se fue al cobertizo a ordenar herramientas. Carmen terminó de limpiar la casa y se puso a cocinar. El puchero del día anterior olía que daba gloria.

Entonces llamó Laura:

—Mamá, se me olvidó decirte que Lucas se ha vuelto muy quisquilloso. No come sopas, solo quiere pizza y bocadillos. Os he dejado comida, no os compliquéis.

—Tú no te preocupes, Laura, ya nos conocéis. Si Lucas está aquí, lo cuidaremos —la tranquilizó Carmen.

Apenas colgó cuando un grito llegó del patio:

—¡—¡Abuela! ¡Abuelo! ¡Corred, mirad lo que he encontrado! —gritaba Lucas desde el huerto, agitando algo brillante entre sus manos mientras la brisa de la tarde mecía los olivos.

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Tesoro en el jardín: un drama familiar en el pueblo de los bosques