El tesoro bajo otro techo: una historia sobre oro, astucia y… sentimientos
Jaime llegó al pueblo para visitar a su abuelo Eulogio, buscando escapar del bullicio de la ciudad y respirar aire fresco. Pero esta vez no traía solo una mochila con ropa, sino un detector de metales casi profesional. Desde el primer momento, el abuelo observó con curiosidad los aparatos de su nieto y, al final, no pudo contenerse:
—¿Qué es esa máquina, Jaímillo? ¿Vas a pescar con eso?
—Abuelo, no es una caña. Es un detector de metales. Leí en internet que hace años escondieron oro por aquí. Quiero intentar encontrarlo.
El viejo sonrió, miró pensativo hacia el campo detrás de la huerta y dijo con calma:
—Esa leyenda me la contó mi padre… Y creo que hasta sé dónde puede estar. El problema es que ahora hay una casa construida justo ahí.
Jaime saltó de emoción:
—¿Y puedes conseguir que me dejen entrar?
El abuelo se encogió de hombros y guiñó un ojo con picardía:
—Podría, pero no creo que te dejen cavar. Aunque encuentres algo, por ley sería suyo. La casa es de ellos. Pero si quieres probar, hay otra manera…
Jaime frunció el ceño:
—¿Qué otra manera?
—En esa casa vive una chica que vino de la ciudad a visitar a sus padres. Se llama Lucía. Lista, buena gente… y humilde, nada caprichosa. Ese sí que es un tesoro de verdad.
—Abuelo, otra vez con lo mismo. No vine por chicas. Vine por el oro.
—¿Y quién dice que no es por oro? —se rió el abuelo—. Cada uno tiene su propio tesoro. Si te haces su amigo y le cuentas tu idea, quizá convenza a sus padres de dejarte buscar. Y si lo encuentras, hasta podrían darte una parte.
Jaime dudó, pero la chispa de la aventura seguía en sus ojos:
—¿Y estás seguro de que el oro está ahí?
—Tan seguro como mi memoria. Mi padre me contó que, hace cien años, durante la guerra, un funcionario escondió oro al huir. Lo buscaron por todo el pueblo, pero nunca lo encontraron. Luego construyeron la casa y el rastro se perdió.
—¿Y lo sabías todo este tiempo sin buscarlo?
—¿Cómo iba a buscarlo? ¿Cavando todo el huerto? No tenía un aparato como el tuyo. Pero ahora has venido tú…
—Vale. Pero ¿cómo hablo con esa chica?
—Eso ya no depende de mí, sino del destino. Vamos a pasar por ahí como si nada. Yo empezaré a hablar de los pulgones, que se están comiendo los manzanos. Tú salúdala, preséntate, sé un hombre.
Jaime titubeó un poco, pero aceptó. Diez minutos después, estaban en la verja de la casa. El abuelo hablaba tranquilamente con el dueño, mientras Jaime miraba a la chica que salía al patio. Lucía. Pelo castaño, ojos oscuros y una sonrisa sencilla, pero luminosa. Por un momento, olvidó por qué había ido.
Hablar con ella fue fácil. Caminaron juntos hasta el lago, luego ella le pidió ayuda para colocar un emparrado nuevo. El detector de metales quedó olvidado en su caja. Cada noche, Jaime solo volvía a casa del abuelo para dormir. Ni una palabra sobre el oro. Ya no le importaba.
Al cabo de una semana, se despidió para volver a la ciudad. El abuelo, sentado en el banco fumando su pipa, sonrió:
—Bueno, ¿has encontrado el tesoro?
Jaime miró al cielo, donde se cerraba el atardecer, y sonrió:
—Sí, abuelo. Pero no el que buscaba.
—Ya te lo dije… El oro verdadero no está bajo tierra. Está en la gente.
Y el detector de metales se quedó en el pueblo, guardado en el cobertizo bajo un trapo. Mientras que Lucía se quedó en el corazón de Jaime.