Tengo una hermana con la que ya no quiero tener ningún tipo de relación. Nuestros lazos se rompieron hace tiempo, y ahora veo con claridad que somos demasiado diferentes para entendernos. Se llama Lucía, vive en una lujosa mansión en las afueras de Madrid. Su casa lo tiene todo: habitaciones espaciosas, tecnología moderna e incluso una piscina en el jardín. Lucía lo consiguió por sí misma —primero trabajó en el extranjero, luego montó su propio negocio en España. Es abogada, y hay que reconocerlo, muy exitosa. Pero su éxito no la convierte en alguien agradable.
Me llamo Sofía, soy cinco años menor que Lucía. Crecimos juntas en un pueblo pequeño, donde todos se conocían. Nuestros padres eran gente humilde: mi madre trabajaba en una escuela, mi padre en una fábrica. De niñas, éramos muy unidas, compartíamos secretos y soñábamos juntas con el futuro. Pero con los años, Lucía cambió. Siempre fue ambiciosa, quería más de lo que nuestro pueblo podía ofrecer. Al terminar el instituto, se fue a estudiar a Barcelona y luego al extranjero. Yo estaba orgullosa de ella, creía que llegaría lejos y seguiría siendo la misma persona de buen corazón. Pero me equivoqué.
Cuando Lucía regresó años después, era una mujer completamente distinta —fría, arrogante. Hablaba conmigo como si no fuera su hermana, sino una conocida cualquiera que no entendía su “nivel de vida superior”. Sus palabras solían sonar a reproche: ¿por qué no aspiraba a más?, ¿por qué vivía “tan modestamente”? Pero yo nunca quise competir con ella. Tengo mi propia felicidad: trabajo en una biblioteca, estoy casada con Javier y tenemos dos hijos. No somos ricos, pero somos felices. Disfruto de mi trabajo, de las noches en familia, de los paseos con los niños. Pero para Lucía, eso parece algo insignificante y aburrido.
Una vez la invité al cumpleaños de mi hija. Pensé que podría ser una oportunidad para reconciliarnos. Lucía vino, pero toda la tarde actuó como si nos hiciera un favor con su presencia. Criticó todo: la comida, nuestra casa humilde, incluso nuestra forma de educar. A mi hija Martina le regaló una tablet cara, pero añadió: “A ver si así aprendes algo útil”. Me quedé helada. Javier intentó aligerar el ambiente, pero Lucía solo suspiraba y miraba el reloj sin parar. Esa noche entendí que no quería volver a verla.
La gota que colmó el vaso fue lo de nuestra madre. Enfermó gravemente y necesitaba una operación. Yo la cuidaba, me cogía días libres, buscaba médicos. Lucía lo sabía, pero ni llamó ni vino a visitarla. Solo mandó un mensaje: “Pásame la cuenta, te transfiero el dinero”. Yo no le pedí dinero —quería que estuviera ahí, que apoyara a mamá. Pero para Lucía, al parecer, todo se mide en euros. Mamá se recuperó, pero nunca recibió esa llamada de su hija mayor. Se le partió el corazón, y a mí me abrió los ojos sobre en qué se había convertido mi hermana.
Ahora Lucía vive su vida, y yo la mía. A veces me escribe, me invita a su mansión, pero siempre me niego. No quiero escuchar sus sermones ni ver cómo presume de su riqueza. No necesito su dinero ni sus regalos. Valoro a mi familia, a mis hijos, nuestras pequeñas alegrías. Quizá ella me vea como una fracasada —pues bien. Yo sé que la felicidad no está en una piscina ni en coches caros.
A veces echo de menos a esa Lucía que recuerdo de la infancia. Pero esa niña ya no existe. En su lugar hay una mujer que olvidó lo que significa la familia. No le guardo rencor, pero tampoco quiero que forme parte de mi vida. Tengo a Javier, a mis hijos, a mis amigos —gente que me valora tal como soy. Y Lucía puede quedarse en su mundo perfecto. Ojalá algún día entienda todo lo que ha perdido. La verdadera riqueza no se cuenta en euros, sino en los momentos compartidos con quienes te quieren.







