«Tengo 67 años, vivo sola… Pedí a mis hijos que me llevaran con ellos, pero se negaron. Ahora no sé cómo seguir»

Tengo 67 años. Vivo sola en Zaragoza, en un pequeño apartamento de dos habitaciones donde antes resonaban risas, olía a bizcocho recién hecho, las tardes se llenaban de música y los pasillos estaban siempre llenos de chaquetas y mochilas. Ahora solo hay silencio. Un silencio tan denso que a veces parece que hasta las paredes han dejado de respirar. Mi marido falleció hace ocho años. Mis hijos ya son adultos. Y estoy sola. De verdad sola. No metafóricamente, sino física, palpablemente sola.

Sigo trabajando. No por necesidad económica—mi pensión es modesta, pero suficiente. Lo hago porque es lo único que me salva de perder la cordura. De la rutina. Del silencio. De la televisión que habla sola. De la nevera, donde un plato de sopa dura tres días.

No tengo aficiones. Y, siendo sincera, tampoco tengo ganas de buscarlas. Creía que ya era demasiado mayor para empezar algo nuevo. Se lo propuse a mi hijo—él tiene tres niños, viven en una casa en las afueras. Le dije: «Me mudo con vosotros, os ayudo, cuido a los nietos». Pero mi nuera dijo que no. Fue clara: le resulta difícil convivir con una persona mayor. No la culpo. Los jóvenes son distintos. Necesitan su espacio, sus rutinas, sus reglas.

Me gustaría vivir con mi hija. Tiene familia, trabajo, dos hijos. Me quiere. Siempre me invita a comer, me escucha, me hace reír. Pero no quiere que me quede a vivir. No por falta de cariño, sino porque su vida ya está organizada. Cuando visito su casa, mi corazón se llena—ruido, movimiento, vida. Pero cuanto más tiempo paso allí, más duro es volver a este piso vacío. Y aún así, vuelvo. Porque no tengo otro sitio al que ir.

Llevo tiempo preguntándome: ¿es esto lo normal? ¿La vejez es soledad? Pero algo dentro de mí se rompió. Entendí que no puede seguir así. Esto no es normal. No es cuestión de edad, sino de haber perdido el interés por vivir.

El psicólogo con quien hablé hace poco me dijo algo importante: «A los 67 no estás agotada. Estás viva. Solo que te has perdido». Me explicó que la falta de aficiones—o incluso de ganas de buscarlas—es una señal de alarma. Quizás es el principio de una depresión. Y que debo pedir ayuda. A un médico. A un terapeuta. A la vida misma.

Me dijo: tus hijos no están obligados a compartir su hogar contigo. Han construido su vida. Y es normal. Pero tú también puedes construir algo nuevo. A esta edad, por fin tienes tiempo. Energía. Nadie te exige, nadie te presiona. Es libertad, no condena.

«Busca actividades cerca—clubes gratuitos, exposiciones, talleres, charlas. Encuentra algo que te interese. Ve a sitios nuevos. Conoce gente—eso es posible a cualquier edad», me aconsejó.

Lo pensé. Tiene razón. ¿Cuántos lugares he querido visitar? ¿Cuántos libros he pospuesto para «más adelante»? ¿Cuánta gente habrá, como yo, encerrada en sus casas, pensando que ya no importan a nadie?

Sigo teniendo miedo. Y no está mal tenerlo. Lo malo es rendirse. Y no lo haré. No ahora. Me he prometido intentarlo. Algo pequeño. Caminar un poco más hasta casa. Entrar en la biblioteca. Apuntarme a un taller de dibujo. O a un grupo de jardinería. ¿Quién sabe?

Y mis hijos… Están ahí. Aunque no bajo el mismo techo. Me llaman. Me abrazan. Me quieren. Y eso también es felicidad. Suficiente para no sentirme abandonada. La vida ha cambiado. Y es hora de que yo cambie con ella.

Tengo 67 años. Estoy viva. Y aún me quedan cosas buenas por vivir. Lo importante es recordarlo cada mañana. Y no tener miedo de empezar de nuevo. Aunque ese «de nuevo» sea solo una taza de té y un paso hacia la puerta.

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«Tengo 67 años, vivo sola… Pedí a mis hijos que me llevaran con ellos, pero se negaron. Ahora no sé cómo seguir»