Tengo 65 años y no soporto que nadie venga a mi casa.
Que me juzguen, me da igual. No es que odie a la gente o a mis amigas, ¡para nada! Simplemente me agota la idea de que alguien cruce el umbral de mi hogar. Quedamos en el parque, en la calle, en casa de otros… pero aquí, no. Estoy harta, y punto.
Hace poco cumplí los 65 y todo cambió. Hace unos años, abría las puertas de mi piso en un pueblo cercano a Madrid a cualquiera. Ahora, solo pensar en visitas me da escalofríos. Tras la última reunión, pasé dos días limpiando como si hubiera pasado un temporal. Primero, horas cocinando, luego recogiendo el caos. ¿Para qué? Ya no quiero malgastar mi vida así.
Al recordar cómo era antes, me invade el cansancio. Una semana antes de las visitas, fregaba ventanas, pulía suelos y organizaba menús para contentar a todos. ¡Y las bolsas de la compra subiendo a cuarto sin ascensor! Jadeaba maldiciendo. Luego, con las invitadas, era camarera, cocinera y limpiadora a la vez: «Trae esto, lleva aquello». Piernas hinchadas, espalda rota… sin poder sentarte ni charlar tranquila.
¿Y el premio? ¿Colapsar frente a una cocina devastada? ¡Basta! ¿Por qué sufrir si existen sitios donde lo hacen mejor por dinero? Ahora todas las quedadas son en terrazas o restaurantes. Más barato, fácil y sin desgaste. Después, nada de fregar: te vas a casa y duermes en paz.
Prefiero vivir activa, no enclaustrada. En casa ya pasamos demasiado tiempo. Reunirse fuera es un lujo: con trabajos y obligaciones, ¿quién tiene horas libres? Toda la vida he trabajado como mula: familia, hijos, demás. Ahora quiero paz.
Mi nuevo ritual: en la pausa del mediodía, llamo a mi amiga Inés y la arrastro a una cafetería con postres para chuparse los dedos. ¿Por qué no lo hice antes? ¡Cuántos años perdidos esclavizada entre ollas y bayetas!
Cualquier mujer me entenderá. Hablar de recibir en casa te llena la cabeza de quebraderos: menús, limpieza, impresionar. No es placer, es castigo. Si una amiga pasa cinco minutos, le sirvo té… pero mejor quedar en una tetería. Es mi salvación, mi pequeña rebeldía.
A todas digo: no temáis gastar en restaurantes. En casa se invierte más: no solo euros, también salud y nervios. Calculé: entre comida, limpieza y horas perdidas, sale más caro que una cena fuera. Y lo crucial: te preservas. A los 65 entendí que la vida no es solo deberes, sino derecho a descansar, a liviandad, a libertad de platos y expectativas ajenas. No volveré a abrir mi puerta a quien quiera convertir mi hogar en campo de batalla. Estoy hasta las cejas.