Tengo 62 años, él tiene 68. Nos divorciamos… Después de 35 años de matrimonio
Me llamo Carmen Jiménez, tengo sesenta y dos años. Mi marido, Francisco, tiene sesenta y ocho. Llevamos juntos más de treinta y cinco años. Parecía que la vida ya estaba asentada: los hijos criados, la casa llena de recuerdos, por delante una vejez tranquila juntos. Yo creía que todo iba bien. Sí, había rutina, poca romance, pero éramos una familia.
En Nochevieja, como siempre, los hijos nos «encargaron» su gato y se marcharon a celebrarlo por los Pirineos. Francisco y yo nos quedamos solos. En uno de esos largos días festivos, me dijo que quería ir a su pueblo, a visitar las tumbas de sus padres y de paso ver a su hermana. Lo despedí sin preguntar demasiado.
Pasó una semana. Volvió, todo parecía normal. Pero días después, de repente, anunció que había solicitado el divorcio. Con toda la calma del mundo, sin aspavientos. «No puedo más. He conocido a alguien que me entiende. Alguien que puede… sanarme».
Me quedé petrificada. Al principio pensé que era una broma. Pero hablaba en serio. Resultó que, mientras yo cuidaba de la casa, planchaba sus camisas y hacía cocido, él había reanudado el contacto con un antiguo amor, una mujer con la que salía antes de casarnos. Lo encontró por internet. Vive en el mismo pueblo que su hermana. Y cuando fue a «visitar tumbas», en realidad pasó tres días con ella.
Es viuda. Según él, «lo tiene todo»: un piso de tres habitaciones, una casa en el campo, varios coches y… habilidades de medium. Practica medicina china, cura con hierbas, da masajes, lee auras y, según sus palabras, «diagnostica enfermedades a nivel energético». Hasta el cáncer en fase temprana puede «curar con palabras».
Le prometió salud, cuidados y, como premio, la casa en el campo con coche incluido si se divorciaba y se casaba con ella. Así, en tres días, se derrumbó todo lo que habíamos construido durante décadas.
Exigió que fuera al Registro Civil al instante a firmar el divorcio. Me negué. Le dije que no participaría en ese circo. Entonces presentó él los papeles. Me enteré de la fecha del juicio por casualidad, gracias a una conocida del juzgado. Fui, destrozada, pidiendo explicaciones.
Y en la demanda escribió que «no vivíamos juntos desde hacía seis años» y que «no compartíamos cama desde hace quince». Mentiras. Sí, había distancia, éramos más como compañeros de piso, pero vivíamos bajo el mismo techo, compartíamos el día a día, hablábamos, tomábamos decisiones. No entiendo cómo alguien con quien he pasado toda mi vida adulta puede borrarme así, como si nada, por una charlatY ahora, mientras espero el juicio con el corazón en un puño, me pregunto cómo demonios he aguantado treinta y cinco años compartiendo la vida con un hombre que prefiere los cuentos de una curandera a los años de complicidad que dejamos atrás.