Tengo 62 años, él tiene 68. Nos divorciamos… después de 35 años de matrimonio.
Me llamo Carmen González, tengo sesenta y dos años. Mi marido, Antonio, tiene sesenta y ocho. Llevamos juntos más de treinta y cinco años. Supuestamente, la vida ya estaba asentada: los hijos criados, la casa llena de recuerdos, y por delante, una vejez tranquila juntos. Yo creía que lo nuestro iba bien. Sí, había rutina, poca romanticería. Pero éramos una familia.
En Navidad, los hijos, como siempre, nos dejaron su gato y se fueron a celebrar a los Pirineos. Antonio y yo nos quedamos solos. En uno de esos largos días festivos, él dijo que quería ir a su pueblo natal, al cementerio, para visitar a sus padres y de paso ver a su hermana. Lo despedí sin preguntar más.
Pasó una semana. Volvió… todo parecía normal. Y unos días después, de repente, me soltó que había pedido el divorcio. Con calma, sin aspavientos. «No puedo seguir así. He conocido a alguien que me entiende. Alguien que puede… sanarme».
Me quedé helada. Al principio pensé que era una broma. Pero hablaba en serio. Resulta que, mientras yo cuidaba de la casa, lavaba sus camisas y le hacía cocido, él había retomado el contacto con un amor de juventud, una mujer con la que salía antes de conocernos. Lo encontró por internet. Vive en el mismo pueblo que su hermana. Y cuando él fue a «visitar tumbas», en realidad pasó tres días con ella.
Es viuda. Según él, «lo tiene todo»: un piso de tres habitaciones, una casa en el campo, varios coches y… habilidades de médium. Practica medicina alternativa, cura con hierbas, da masajes, lee auras y, como él dice, «siente las enfermedades en el plano energético». Hasta un cáncer en fase inicial puede «curar con energía».
Le prometió salud, cuidados y, de regalo, la casa en el campo con un coche… si se divorciaba y se casaba con ella. Así, en tres días, se desmoronó todo lo que construimos durante décadas.
Me exigió que fuera al registro civil para firmar los papeles del divorcio. Me negué. Le dije que no participaría en ese circo. Entonces los presentó él. Me enteré de la fecha del juicio por casualidad, gracias a una conocida que trabaja en los juzgados. Fui a la vista, aturdida, exigiendo una explicación.
Y en la demanda escribió que «llevábamos seis años sin convivir» y «quince sin compartir cama». Todo mentira. Sí, había distancia entre nosotros, éramos más como compañeros de piso… pero vivíamos bajo el mismo techo, compartíamos el día a día, hablábamos, resolvíamos problemas juntos. No entiendo cómo alguien con quien pasé toda mi vida adulta pudo borrarme así, por una curandera prometiendo «limpiezas energéticas» y aceites milagrosos.
Ahora espero el juicio. Duermo mal. A veces no tengo fuerzas ni para levantarme. Todo se derrumba. Lo que más duele no es el divorcio, sino la traicíon. Sigue viviendo en nuestro piso, pero me habla como a una extraña. Frío, distante, como si yo le hubiera estorbado todos estos años. Y cuando, como una tonta, le pedí que recapacitara, solo encogió los hombros: «Carmen, hace años que somos como vecinos. Quiero estar con quien me valore».
Tengo miedo. No por mí. Por la mujer que fui y que ya no reconozco en el espejo. ¿Cómo sigo viviendo cuando todo lo que creía sólido era solo humo? Cuando pasé sesenta y dos años siendo esposa y, en un invierno, me convertí en una anciana invisible…
La vida duele más cuando caes del último escalón que creías firme. Y lo peor no es el golpe, sino darte cuenta de que nunca hubo red.