Tengo 60 años, vivo sola y esta vejez no me la esperaba.

Tengo sesenta años. Vivo sola. Y nunca imaginé que la vejez sería así.

Sesenta. Soy madre de dos hijos adultos, guapos e inteligentes: un hijo y una hija. Tengo cinco nietos, de distintas edades, todos viven en la misma ciudad. Pero, a pesar de tener una familia tan grande, cada festividad la paso en soledad. Y no solo los días señalados—la soledad se ha convertido en mi compañera constante.

Cuando mi marido vivía, no sentía este vacío. Nos teníamos el uno al otro. Celebrábamos juntos la Nochevieja y la Navidad, sin prisas ni grandes banquetes, pero con calidez, sonrisas y una conexión especial. Él era mi roca, mi refugio, aquel en quien podía apoyarme en cualquier momento. Pero cuando se fue, caí en un silencio profundo. Y, con los años, ese silencio se ha vuelto ensordecedor.

Sobre todo en diciembre. Una época que debería estar llena de luz, risas, el aroma de canela y ramas de abeto, para mí se transforma en un recordatorio helado de que estoy sola. Mis hijos… llaman. A veces. Pero hay años en los que ni siquiera lo hacen a tiempo. Los mensajes de felicitación llegan el dos o el tres de enero. Y aun así, sonrío mientras duele, finjo no notar el retraso. Como si todo estuviera bien.

Pero en el fondo, sé que ya no me necesitan. No como mujer, ni como madre, ni como abuela. Soy el pasado, algo que recuerdan de pasada, entre sus “cosas importantes”. Y sin embargo, hubo un tiempo en que fui su todo. Lavaba, cocinaba, curaba, velaba noches enteras junto a sus camas. Vivía sus vidas. Ahora, sus vidas transcurren sin mí.

Entiendo que tienen sus propias familias, sus obligaciones. Pero ¿por qué en esas obligaciones no hay espacio para mí? Cada vez que les invito a casa por Navidad o Año Nuevo, escucho: “Mamá, este año no va a poder ser, ya tenemos planes.” Y no pido mucho—solo una noche. Una velada en familia, alrededor de la mesa, donde podría preparar sus tartas favoritas, cocinar un caldo caliente, poner la mesa como en los mejores tiempos.

Siempre soñé que, con los años, mi casa resonaría con voces, risas infantiles, el crujido del papel de regalo, el olor a repostería recién horneada y el tintineo de la vajilla. Imaginaba preparando mis platos especiales, quejándome del bullicio, pero sintiéndome viva de verdad. Importante.

Pero no ha sido así. Y cada año veo más claro que esos sueños se quedarán en eso, en sueños. A veces pienso que, para ellos, ya no existo como persona. Soy una función práctica, alguien a quien llamar cuando necesitan que cuide a los niños, pero no como ser humano, no como mujer, no como madre.

No les digo nada a mis hijos. No por miedo, sino porque sé que no lo entenderían. Dirían que exagero. Que “todas las madres se ponen tristes a veces”. Que “es la edad”. Pero no es la edad lo que pesa. Es la impotencia al mirar la puerta de entrada y saber que no se abrirá.

Quizá algún día lo comprendan. Cuando sean mayores. Cuando miren atrás y descubran que quienes estuvieron a su lado se han ido. No les deseo ese dolor, no. Pero temo que, para entonces, esa comprensión llegue demasiado tarde para mí.

Y ahora, en vísperas de un año nuevo, vuelvo a decorar el piso sola. Cuelgo guirnaldas que nadie verá. Pongo el belén bajo el que nadie dejará regalos. Preparo ensaladilla, que comeré durante tres días. Y me trago las lágrimas en silencio.

Tal vez alguna mujer que lea esto me entienda. Quizá alguien más encienda una vela en la mesa navideña, sola, esperando que el año que viene sea distinto. Que llamen. Que vengan. Que se acuerden.

Y si eres hijo o hija… llama a tu madre. No mañana. Hoy. Porque puede que mañana ella ya no espere.

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Tengo 60 años, vivo sola y esta vejez no me la esperaba.