¡Tenemos un hijo, cambiemos de habitación!” — el intento de una cuñada de despojar a alguien de su espacio

“Oye, pero si tenemos un niño, ¿por qué no nos cambiamos de habitación?” — así intentó la mujer de su hermano echar a Alejandro de su espacio.

Esta historia le pasó a un buen amigo mío, con quien estudié en la universidad. Se llama Alejandro, tiene solo veintidós años y vive en el piso de sus padres, de tres habitaciones, en un barrio residencial de Sevilla. A simple vista, es una situación normal: conviven tres generaciones —sus padres, él y la familia de su hermano mayor, que acaba de tener un bebé—.

El hermano de Álex, David, no gana suficiente para alquilar un piso, así que con su mujer, Lucía, y el recién nacido, tienen que compartir casa con los padres y el hermano pequeño. Cada uno tiene su habitación, y la cocina y el baño son comunes. Sí, a veces se está apretado, pero hasta hace poco, todos vivían en paz. Alejandro no se quejaba —mantenía su distancia, estudiaba, trabajaba a media jornada y, como se suele decir, no molestaba a nadie—.

Pero un mal día, Lucía, la mujer de su hermano, se acercó a Álex con una “gran” propuesta:

—Álex, bueno, tenemos un niño pequeño… ¿qué tal si nos cambiamos de habitación? La tuya da al sur, ¡hay mucha luz! En la nuestra siempre está oscuro y hasta parece que hay humedad. Para el bebé no es nada bueno…

Alejandro se quedó sorprendido. Sabía que lo de la humedad era mentira, nadie se había quejado antes. Además, su habitación, aunque era dos metros más pequeña, era mucho más cómoda: cuadrada, cálida y acogedora. En la de su hermano, en cambio, había un balcón, paredes estrechas y corriente constante. Y no olvidemos que por ese balcón su madre tiende la ropa, su padre guarda las herramientas y David sale a fumar.

Lucía no dejaba de insistir:

—¡Total, nuestra habitación es más grande! Y si te molesta el frío, eres un hombre —puedes poner burletes en las ventanas. No es tan difícil.

Por dentro, Alejandro empezó a hervir. Querían quitarle su espacio personal, usando al bebé como excusa. David —en silencio, como agua entre las piedras—. Ni siquiera había mencionado querer mudarse. Solo Lucía daba vueltas, presionando, insinuando que era lo correcto, que él “debía” hacerlo…

Alejandro dijo que no. Con educación, pero claramente. No quería vivir en una habitación de paso con balcón, donde cada dos horas entrarían a buscar calcetines, pañales o cigarrillos. No quería perder el derecho de invitar a una chica sin miedo a que alguien entrara a revolver buscando detergente.

—La habitación de mis padres es su territorio. La de mi hermano es para su familia. La mía es lo único que tengo —le dijo a Lucía—. Lo siento, pero no pienso cambiarme.

Después de esa conversación, el ambiente en casa se enrareció. Lucía dejó de saludarlo, pasaba de largo, lo miraba de reojo como si hubiera hecho algo terrible. David actuaba como si el problema no existiera. Los padres no se metían, intentando mantenerse neutrales.

Alejandro lo veía, pero no le daba importancia. Sabía que Lucía solo usaba una táctica —presionar con la “bondad”, la “preocupación” y las “necesidades del niño”. Pero en ese juego no había espacio para sus intereses.

—No me importa ayudar —me dijo—. Pero ¿por qué tiene que ser a costa de mi comodidad? ¿Por qué tengo que ceder yo y no solucionar ellos sus problemas?

Tiene razón. Todos tienen derecho a sus límites. Aunque vivas en casa de tus padres. Aunque tengas veintidós años. Aunque alguien tenga un bebé.

Lucía se enfadó. Claro. No consiguió salirse con la suya. Pero Alejandro está seguro —no es culpa suya. Y no pienso sentirse culpable por proteger su único espacio personal.

A veces, para mantener tu lugar, solo hay que decir un “no” rotundo.

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