Tenemos dos hijos, pero solo amamos a uno.

Madrid, 17 de noviembre de 2025

Hoy he vuelto a echar a perder la relación con mis progenitores. Siempre supe que mi hermana, Carmen, disfrutaba de una preferencia evidente por parte de ellos. La confirmación llegó cuando me obligaron a abandonar la casa familiar, argumentando que, con tu teletrabajo puedes permitirte un piso propio.

Mientras Carmen cursaba la carrera de Psicología en la Universidad Complutense, mis padres la trataban como a una niña pequeña: hacían los recados en la facultad, gestionaban los trámites con el decanato, acudían a sus reuniones y ahora vigilan a sus dos hijos, Lucas y Sofía, como si fueran su propio tesoro. Yo nunca recibí ese tipo de ayuda y, sin embargo, ahora me expulsan del hogar.

Mi padre, Antonio, insiste en que, por ser hombre, debo ser capaz de sostenerme. Sin embargo, el marido de Carmen, Joaquín, que es mayor que yo, parece no cumplir esa expectativa y sigue dependiendo de la familia.

Durante la discusión sobre mi salida, dije sin pensar que tenía el mismo derecho a la vivienda que mi hermana y que también me correspondía una parte. Mi madre, Carmen, me recriminó diciendo que él y yo aún vivíamos bajo su techo y me llamó cerdo por mencionar la repartición de la herencia. Carmen, mi hermana, respondió que intentaba echarla a ella y a sus niños de la casa.

Legalmente no veo salida: estoy convencido de que pronto redactarán un testamento para desheredarme. Me pregunto si una familia puede llegar a romperse por un piso. Yo también soy hijo de mis padres, pero me tratan como a un extraño. Entonces, ¿para qué tuvieron dos hijos si ahora soy tan dispensable?

Al cerrar este registro, entiendo que la verdadera dignidad no depende de las paredes que uno posee, sino de la capacidad de reconocer el propio valor sin la aprobación de los demás. Esta lección me acompañará mientras busco mi propio camino.

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Tenemos dos hijos, pero solo amamos a uno.