A veces la vida nos pone ante una decisión que puede romper una familia en dos. Estoy en esa encrucijada. Llevo semanas torturándome: ¿debo decirle a mi hijo lo que ven mis ojos o callarme, temiendo no solo destrozar sus ilusiones, sino también nuestro vínculo?
Mi hijo es trabajador, honrado, de principios firmes. Llega a casa rendido tras jornadas interminables. Pero su esposa… No encuentro palabras que no suenen duras. Desde hace un mes, un tipo descarado la trae cada tarde en un todoterreno plateado. No es algo ocasional, es diario, como un ritual.
Al principio pensé: quizá es un favor, un compañero de trabajo. Pero dos veces podría pasar… ¿Todas las semanas? Ella sale del coche despacio, incluso se queda hablando dentro. Demasiado raro. No aguanté más y la encaré: “La gente habla, estás dañando el honor de esta familia”. Ella, sin ruborizarse, me espetó que no era asunto mío. Que era un colega y hablaban de trabajo. ¿Trabajo en un coche aparcado a solas al anochecer? Y los abrazos al despedirse… ¿También son protocolo?
Cuando mi hijo llegó esa noche, esperé que, como hombre, al menos lo reflexionara. En vez de eso, me gritó. Dijo que había ofendido a su mujer, que hasta le quité el hambre del “estrés”. Intenté advertirle: “El vecindario murmura”. Él replicó: “No hay nada malo, confío en ella, y tú debes respetar mis decisiones”. Incluso exigió que me disculpara.
No me disculpé. Pero desde entonces, mi cabeza no para. ¿De verdad no ve nada? ¿O finge no verlo para salvar su matrimonio? ¿O seré yo la paranoica?
Hablé con mis amigas del barrio. Todas coinciden: ningún “colega” lleva a una casada todos los días durante un mes, menos aún quedándose en el coche. Están seguras, como yo, de que hay algo más.
Una me dijo: “Díselo de frente. Que abra los ojos”. Pero ahí está el dilema. Si hablo, puede tomarlo como una traición. Perdonará a su esposa y a mí me borrará de su vida. Quedaré como “la entrometida”.
Pero callarme ya no puedo. Él lo da todo por ella, trabaja como un burro, y ella… parece aprovecharse de su confianza. Ahora me debato entre la verdad y el miedo a perderlo. Y no sé qué da más terror: la realidad o las consecuencias de contarla.