Temía que me llevaran de vuelta…

Sentía que lo devolverían…
La primera vez que lo vi, estaba acurrucado junto a la pared. No ladraba, no buscaba atención, no se acercaba. Solo estaba allí, con el hocico enterrado en la esquina. Los demás perros saltaban, estiraban las patas entre los barrotes, alguno aullaba, otro daba vueltas en círculos. Pero él… en completo silencio.
“Lleva mucho tiempo aquí”, me dijo la voluntaria. “Ocho años. Llegó de cachorro y se quedó. Dos veces se lo llevaron, pero lo trajeron de vuelta. La primera, al día siguiente. La segunda, a la semana. No funcionó. Es callado. No juega. No se alegra”.
Me quedé quieto, con las manos apretadas en los bolsillos para no temblar.
“¿Cómo se llama?”
“Primero fue Bobi. Luego, Tito. Ahora lo llamamos por el nombre de su ficha: Archie. Aunque a él le da igual. Solo reacciona al sonido de la bolsa de comida”.
No sabía por qué había ido allí. Simplemente, en algún momento, la soledad se volvió insoportable. Tras la muerte de mi madre, el piso resonaba de vacío. Ni un ruido, ni un movimiento. Solo el hervidor por las mañanas, la radio en la cocina. Y el silencio.
Mis amigos me aconsejaron que buscara compañía. Aunque fueran peces. O un pájaro. Y yo… fui al refugio.
Y lo vi a él.
“¿Podría… intentarlo?”, pregunté con inseguridad.
La voluntaria asintió en silencio. Diez minutos después, estábamos en la salida: él con la correa, yo con los papeles en el bolsillo. Nadie creyó que duraría mucho. Ni yo mismo.
No tiraba de la correa, no se lanzaba hacia adelante. Solo caminaba a mi lado, como si conociera el camino. En las escaleras, tropezó y resbaló con una pata. Le dije: “Con cuidado”, pero no reaccionóni una mirada, ni un movimiento de orejas. Solo respiró hondo.
En casa, extendí una manta vieja junto al radiador. Agua, comida en el cuenco. Se acercó, olfateó, se sentó, me miró y luego clavó los ojos en la puerta. Durante mucho tiempo. Como comprobando si estaba cerrada.
Por la noche, me despertó un crujido. Estaba tumbado frente a la puerta, despierto. La cabeza sobre las patas, los ojos abiertos. Como esperando que se lo llevaran otra vez.
“Archie… estás en casa. Todo está bien”, susurré.
Ni siquiera se movió.
Así pasaron las dos primeras semanas. Comía, paseaba, pero callaba. Ni un solo sonido. Siempre me miraba a los ojos. Como preguntando: “¿Puedo quedarme mucho tiempo?”
Nunca se subió al sofá. Aunque lo llamara, lo animara, golpeara el cojín. Solo se quedaba a mi lado. Luego volvía a la puerta y dormía allí.
“¿Tienes un perro nuevo?”, me preguntó doña Carmen, la vecina, al vernos en la calle. “Bonito… pero parece distante”.
Asentí. Tenía razónparecía no pertenecer. No era de aquí… y no quería quedarse.
No comía de mi mano. No aceptaba premios. Solo del cuenco, y solo si nadie miraba.
Le hablaba como a una persona.
“Mi madre soñaba con tener un perro. Pero le daba miedo encariñarse. Decía que no soportaría la pérdida. Y ahora… estás tú. Creo que le habrías gustado. Sabía cómo tratar almas heridas. Trabajó con ellas toda su vidaen la residencia”.
Parpadeó, como si entendiera.
“Si quieres… quédate. Yo ya no espero a nadie. Y tú tampoco tienes que hacerlo”.
Cada mañana me acompañaba hasta la puerta. Se sentaba a mi lado mientras me ponía los zapatos. No gimoteaba, no movía la cola. Solo miraba. Y esperaba.
Cuando volvía a casa, estaba en el umbral. No tocaba la comida, no bebía agua hasta asegurarse de que había regresado.
“¿Crees que no volveré?”, le pregunté. “Pero he vuelto. Siempre volveré”.
Se estremecía con los ruidos fuertes. Con los fuegos artificiales, los gritos de los niños, el rugido de las motos. Se tensaba, tiraba de la correa y se apartaba. No huíasolo se retiraba.
“No pasa nada, Archie. Es solo un ruido. Solo un ruido”.
Escondía la cola entre las patas, como queriendo desaparecer.
En la tercera semana, ladró por primera vez. Un sonido ronco y breve. Me asusté. Él tambiénme miró como pidiendo perdón. Luego, otra vez… silencio.
El veterinario dijo que sus oídos estaban bien. Era su carácter. Quizá un trauma.
“Observa. Se examina a sí mismo. Mira cuándo te rindes”.
Asentí en silencio. Ya lo había notado.
Cuando llegaba tarde, no comía. Se tumbaba frente a la puerta. Solo cuando entraba… empezaba a moverse.
“¿Tienes miedo, verdad? ¿Crees que volverá a pasar como antes?”
Movió una oreja.
“He vuelto. Siempre volveré”.
Pasó un mes. Luego otro. Ya no dormía justo frente a la puerta, sino un poco más cerca del salón. Luego junto al armario. Después, al lado del sillón. Pero no entraba en el dormitorio. Aunque dejara la puerta abierta y lo llamara.
Me acostumbré. Lo quise mucho. No era alegre ni juguetónpero era auténtico. Callado, complejo, muy atento. Me miraba como si lo entendiera todo.
“Sabes, Archie, yo no te elegí a ti. Solo vine. Y ahora no podría imaginar mi vida sin ti”.
Levantó la cabeza, suspiró y volvió a apoyarla sobre las patas.
Dos meses y medio después, lamió mi mano por primera vez. Sin motivo. Así, porque sí. Me eché a llorar. Se asustó, retrocedió, me miró sin entender¿por qué las lágrimas?
“Es alegría. Por ti. No lo entiendes, pero es felicidad”.
Empezó a quedarse más cerca. A esconderse menos.
Y entoncesocurrió lo que esperaba.
Era una noche cualquiera. Trabajo, bolsas de la compra. Como siempre, salió a recibirme, me acompañó a la cocina. Yo bebía té junto a la ventanay de repente lo oí entrar en el dormitorio.
Puso una pata en el umbral. Se detuvo. Me miró. No me moví.
“¿Quieres? Puedes subir”.
Lentamente, se acercó, se sentó junto a la cama. Luegocon cuidado, se subió. No sobre la almohada. En el borde. Se tumbó. Respiró hondo.
Yse durmió.
No estaba tenso. Era real. Tranquilo. Sereno. Su cuerpo se relajó, su respiración era calmada. Estaba en casa.
“Ahora sí estás en casa”, susurré.
No respondió. Solo movió una oreja mientras soñaba.
Desde ese día, ya no dormía frente a la puerta. Ni siquiera cuando salíase quedaba en la cama. Esperaba junto a la ventana. Porque sabía: volvería. No quizá. Siempre.
En los paseos, se quedaba más tiempo. Olfateaba a los que pasaban, a veces movía la cola. Una vez dejó que un niño lo acariciara. Se asustó, pero no huyó.
Le compré un collar nuevo. Y una chapacon su nombre y mi teléfono. Por primera vez, con verdadera seguridad.
Un anciano nos reconoci

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MagistrUm
Temía que me llevaran de vuelta…