Te veo, no te escondas. ¿Qué haces en nuestro portal? La gata lo miraba con culpabilidad, mientras movía con dificultad sus patas entumecidas por el frío, al borde de un pequeño charco formado por el hielo que se derretía de su pelaje.
Nadie recordaba cuándo había aparecido aquel felino vagabundo en el patio del edificio. Vivía en silencio, casi invisible como una sombra, un animal hermoso aunque sucio y delgado. Solo sabían que había llegado con la primavera.
Una muchacha, cuando podía, le daba de comer: en invierno dejaba abierta la puerta del sótano si no estaba cerrada, colocaba ropa vieja para que se acostara, y una vez incluso le untó una pata con pintura verde al verle una herida.
Así sobrevivía el animal, callado, cauteloso, como si no existiera
Hasta que un día la vio. La misma joven, vestida de blanco, con flores en el pelo, salió del portal del brazo de un hombre elegantemente vestido. A su alrededor, risas, aplausos, gente subiendo a coches adornados con cintas. Desde entonces, la muchacha desapareció.
La gata se quedó sola. El hambre la empujó a rebuscar en los contenedores por la noche, donde había más silencio y menos perros callejeros. Lo más importante era evitar a esas bestias feroces. Así sobrevivió hasta que llegaron las heladas más crueles y el nuevo portero la echó del sótano, cerrando la puerta con llave.
¿Adónde ir? Tiritando, intentó entrar en el portal. Pero allí tampoco la querían: unos la ahuyentaban, otros la pateaban y gritaban. Nadie permitía que aquel pobre animal helado se refugiase.
Desesperada, una noche se coló en el portal del edificio de cinco plantas. Ya no le quedaban fuerzas ni para temer ni para esperar. Le daba igual todo, con tal de no morir congelada.
La primera en verla fue Isabel Esteban, conocida como tía Lola, que vivía en el segundo piso. Iba a revisar su buzón, esperando la factura del alquiler. Era una mujer severa pero justa, respetada por todos en el vecindario. En cualquier disputa, decía la verdad sin rodeos, por lo que hasta la comunidad de vecinos le tenía respeto.
La gata, que había entrado con alguien, se acurrucó junto al radiador en un rincón del rellano, casi sin respirar. Su pelaje estaba cubierto de escarcha, y sus ojos reflejaban súplica y agotamiento.
Te veo, no te escondas. ¿Qué te trae aquí? ¿Tienes frío, hambre, verdad? gruñó tía Lola.
El animal alzó la mirada con remordimiento, apenas moviendo sus patas entumecidas, bajo las cuales se derretía lentamente el hielo.
Bueno, ¿y qué hago contigo? Espera
Ella sabía lo que era el hambre. Con sus piernas débiles, aún así subió a su piso y regresó con un plato de comida, agua y un viejo chaleco de lana apolillado.
Toma, come. Pobrecilla, no temas, no te lo quitaré susurró, observando cómo la gata devoraba el plato de arroz con trozos de hígado.
Extendió el chaleco y se marchó, olvidando por completo la factura
La gata, que por primera vez tenía un lugar seguro, decidió que aquel era su hogar, y aquella mujer severa pero bondadosa, su dueña.
Para que no la echaran, se comportaba con discreción y disciplina, como en su pasado lejano, cuando aún tenía un hogar. Tía Lola le puso un nombre: Lola.
Pero no todos los vecinos aceptaron a la nueva inquilina. Los Martínez bajaron del tercero. Eduardo se plantó ante tía Lola, mirando con desaprobación a la gata.
¿Qué es este zoológico aquí?
Su esposa, envuelta en un abrigo de pieles, se tapó la nariz con gesto teatral.
Edu, ¡esta gata huele mal!
¡Échala de aquí! ordenó el hombre.
Tía Lola se irguió:
¿Por qué? No molesta a nadie. Se queda.
Muy bien, llamaré a la policía y a los servicios sanitarios. ¡Esto es un espacio común!
Perfecto. Y yo iré a inspección. A ver cómo explica un simple encargado de almacén viviendo como un noble, llevándose lo que no es suyo. Los vecinos lo confirmarán. Si tocas a la gata, te arrepentirás.
Desde entonces, la dejaron en paz. Incluso el perro de los Sánchez, que solía gruñirle, pasaba de largo como si no la viera.
Con las semanas, todos se acostumbraron. Pero tía Lola sabía que Lola no estaba del todo segura. Aunque se acercaba a ella, seguía siendo una callejera.
Pensó en llevársela a casa, pero la gata evitaba entrar, como si temiera los pisos. Algo terrible debió pasarle.
Tía Lola no la forzó, esperando que algún día se atreviera por sí misma.
Y así era: cada vez que su dueña cerraba la puerta, Lola la seguía en silencio, escuchando, sin alejarse demasiado
En febrero, durante una ventisca, Isabel se despertó aterrorizada: no podía respirar. Un dolor agudo le atravesaba el pecho, ni siquiera podía gritar. Todo a su alrededor parecía sumergirse en una niebla espesa
Fueron los maullidos desesperados de Lola los que alertaron a los vecinos. Arañaba la puerta con furia, destrozando el forro con sus garras.
Bajaron corriendo, llamaron, pero no hubo respuesta. Fue entonces cuando bajó la vecina del tercero:
Yo tengo llave. Lola y yo teníamos este acuerdo
Abrieron. Llamaron a una ambulancia. La gata no se movió: se quedó bajo la cama, maullando angustiada.
Isabel no tenía familia. Todos se los había llevado la guerra. Se había quedado sola
Pero los vecinos la visitaron en el hospital, llevándole pequeños regalos. Y ella solo repetía una cosa:
Cuidad de mi Lola. Dadle de comer, dejadla volver. Ella me salvó la vida
Tres semanas después, una mañana de marzo, tía Lola regresó a casa. La gata ya la esperaba en la puerta, como si lo supiera.
La anciana extendió los brazos:
Vamos a casa, Lola.
Y entraron juntas. Esa noche, por primera vez, Isabel la tomó en brazos. La gata ronroneó, acurrucándose contra su dueña.
No pasa nada, Lolita Todavía nos queda algo de vida





