¡Te veo, no te escondas! ¿Qué haces en nuestro portal?” – El gato me miró arrepentido mientras, en silencio, limpiaba sus patitas entumecidas por el frío al borde del pequeño charco formado por el hielo que se derretía de su pelaje.

¡Ay, te veo, no te escondas! ¿Qué haces en nuestro portal? El gato miró con culpa mientras sacudía con cuidado sus patitas entumecidas por el frío, dejando caer el hielo derretido de su pelaje empapado.

Nadie recordaba exactamente cuándo había aparecido este felino callejero en el patio del edificio. Vivía callado, casi invisible, como una sombra: un gato hermoso, aunque sucio y flaco. Solo sabían que había llegado con la primavera.

Una chica, Lucía, a veces le daba de comer cuando podía. Se preocupaba por él: en invierno dejaba la puerta del sótano abierta si no estaba cerrada, le ponía ropa vieja para que no pasara frío, y hasta una vez le untó pintura verde en una pata al verle una herida.

Así vivía el gato: en silencio, con cuidado, casi como un fantasma

Un día, lo vio. La misma Lucía, vestida de blanco con flores en el pelo, salió del portal del brazo de un hombre elegantemente vestido. Gente alrededor, risas, aplausos. Todos subieron a coches decorados con lazos y se fueron. Desde entonces, la chica nunca más apareció por allí.

El gato se quedó solo. Por las noches, hambriento, merodeaba cerca de los contenedores: en la oscuridad era más tranquilo y había más chances de encontrar algo antes de que volvieran los perros callejeros. Lo más importante: evitar a esos animales feroces. Así sobrevivió hasta que llegaron las heladas más duras y el nuevo portero lo echó del sótano, cerrando la puerta siempre.

¿Adónde ir? Tiritando, intentó colarse en el portal. Pero allí tampoco lo querían: unos lo ahuyentaban, otros lo pateaban y gritaban. Nadie dejaba entrar al pobre animal helado.

Desesperado, una noche entró en el portal de un edificio de cinco plantas. Ya no le quedaban fuerzas ni para tener miedo ni para esperar. Todo le daba igual: solo quería no morir congelado esa noche.

La primera en verlo fue Isabel Martínez, “Doña Isa”, del segundo piso. Iba a revisar su buzónesperaba la factura del alquiler. Era una mujer estricta pero justa, respetada en el vecindario. Decía las verdades sin tapujos, y hasta la junta de vecinos le tenía cierto respeto.

El gato, que había entrado con alguien, se acurrucó junto al radiador en un rincón del descansillo, respirando apenas. Su pelaje estaba helado, y sus ojos reflejaban súplica y agotamiento.

Te veo, no te escondas. ¿Qué haces aquí? ¿Tienes frío y hambre, verdad? le regañó Doña Isa.

El animal alzó la mirada, culpable, moviendo apenas sus patitas rígidas, donde el hielo se derretía lentamente.

Bueno, ¿y qué hago contigo? Espera

Ella sabía lo que era pasar hambre. Con sus piernas doloridas, subió a su piso y volvió con un plato de comida, agua y un viejo chaleco de lana comido por las polillas.

Toma, come. Pobrecito, no tengas miedo, no te lo quitaré susurró, mirando cómo el gato engullía la comida con ansia.

Extendió el chaleco, y se marchó, olvidando por completo la factura del alquiler

El gato, que por primera vez estaba cómodo, decidió: este era su hogar, y la mujer severa pero bondadosa, su dueña.

Para que no lo echaran, se comportaba con disciplina y silencio, como en su antigua vida de mascota. Doña Isa hasta le puso nombre: Misi.

Pero no todos los vecinos estaban contentos. Los Delgado bajaron del tercer piso. Eduardo se plantó frente a Doña Isa, mirando al gato con desprecio.

¿Qué es esto, un zoológico?

Su esposa, envuelta en un abrigo de piel carísimo, se tapó la nariz con drama.

¡Edu, este gato huele mal!

¡Sácalo de aquí! ordenó el hombre.

Doña Isa se irguió.

¿Y por qué? No molesta a nadie. Se queda.

¡Pues llamo a la policía y a control de plagas! ¡Se lo llevarán y a ti te multarán! Esto es un espacio común.

Perfecto. Y yo llamo a Hacienda. A ver cómo explica un simple encargado de almacén que vive como un marqués, llevándose mercancía todos los días. Los vecinos hablarán. Si tocas a este gato, te arrepentirás.

Desde entonces, dejaron a Misi en paz. Hasta el chulo del quinto, Raúl, que solía ser un matón, pasaba de largo como si no lo viera.

Con las semanas, todos se acostumbraron. Pero Doña Isa sabía que Misi no estaba del todo seguro. Aunque se acercaba a ella, seguía siendo un callejero.

Pensó en llevarlo a su casa, pero Misi evitaba los pisos, como si les tuviera miedo. Algo terrible le habría pasado antes.

Ella no lo presionó, esperando que algún día entrara por su cuenta.

Y así, cada vez que ella cerraba la puerta, Misi la seguía en silencio, observando, pero sin avanzar demasiado

En febrero, durante una tormenta de nieve, Doña Isa se despertó aterradano podía respirar. Un dolor agudo la atravesó, ni siquiera podía gritar. Todo a su alrededor se volvió borroso

Los vecinos despertaron por los maullidos desesperados de Misi. Arañaba la puerta como un poseso, destrozando el falso cuero con sus garras.

Salieron, llamaron, pero no hubo respuesta. Entonces bajó la vecina del tercero, Carmen:

Yo tengo llave. Lo acordamos con Isa por si pasaba algo

Abrieron. Llamaron a una ambulancia. Misi no se movió: se quedó bajo la cama, maullando con angustia.

Isabel no tenía familia. La guerra se los había llevado a todos. Se quedó completamente sola

Pero los vecinos la visitaron en el hospital, llevándole pequeños regalos. Y ella solo decía una cosa:

Cuidad de mi Misi. Dadle de comer, dejadlo volver. Él me salvó la vida

Tres semanas después, una mañana de marzo, Doña Isa regresó a casa. Misi ya la esperaba en la puerta, como si lo supiera

Ella extendió los brazos.

Vamos a casa, Misi.

Y entraron juntos. Esa noche, por primera vez, lo cogió en brazos. El gato ronroneó, acurrucándose contra su dueña.

No pasa nada, Misi Todavía nos queda un poco de vida

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MagistrUm
¡Te veo, no te escondas! ¿Qué haces en nuestro portal?” – El gato me miró arrepentido mientras, en silencio, limpiaba sus patitas entumecidas por el frío al borde del pequeño charco formado por el hielo que se derretía de su pelaje.