**Diario de Alejandra**
«Te va a encantar, mamá. ¡Es una maravilla!», dijo entusiasmado Miguel.
«¿Y no te cansarás de vivir con una maravilla?», respondió Alejandra con ironía.
Alejandra estaba junto a la cocina, escuchando. Cuando su marido vivía, siempre preparaba la cena para que todo estuviera listo cuando él llegaba. Él había muerto hacía ocho años. Ahora, esperaba igual a su hijo, que volvía del trabajo.
La cerradura giró y desde la entrada se escuchó la voz de Miguel:
«Mamá, ya estoy en casa».
«Te oigo», contestó Alejandra, esbozando una sonrisa.
«¿Qué hay hoy? ¿Albóndigas con patatas fritas?», preguntó Miguel mientras la abrazaba y asomaba la cabeza por encima de su hombro, oliendo el aroma de sus patatas fritas favoritas con cebolla fresca.
Alejandra apagó el fuego y tapó la sartén.
«Estás contento, ¿verdad? ¿Qué ha pasado?», preguntó, sabiendo interpretar los matices en su voz.
Miguel se separó un poco.
«Mamá, me voy a casar».
«Bien, ya era hora. ¿Y por qué no viene Elena a vernos?», preguntó Alejandra, dándose la vuelta para mirarlo a la cara, notando su expresión sombría.
«Me caso con Lucía».
Un escalofrío recorrió la espalda de Alejandra. Su hijo ya era un hombre hecho y derecho. Solo la abrazaba y mostraba ternura en momentos de especial confidencia o alegría.
«Un nombre prometedor. ¿Y Elena?».
«Elena se casa el sábado. No quiero hablar de eso, mamá. Vamos a cenar».
«Me alegra que la boda de Elena no te haya quitado el apetito. Lávate las manos».
Alejandra puso un plato de patatas fritas frente a su hijo, se sentó frente a él, apoyando la barbilla en la mano, y lo observó comer.
«¿Y esa Lucía? ¿Quién es?».
«Es una buena chica. Ya lo verás. Quiero que la conozcas. ¿El sábado, tal vez?», dijo Miguel, dejando de comer para mirarla.
«Lucía te va a encantar, estoy seguro. ¡Es una maravilla!».
Algo parecido había dicho de Elena. Que esta había elegido a un novio con más dinero, Alejandra lo supo por su madre, con quien había ido al colegio y mantenía la amistad. Ambas soñaban con que sus hijos se casaran. Se encontraron por casualidad en el mercado, y su amiga le confesó la noticia, disculpándose por la decisión de su hija.
«Las maravillas no abundan. ¿Seguro que no te cansarás de vivir con una?», replicó Alejandra con ironía.
«Mamá, no es gracioso».
«Y yo no me estoy riendo. Cuéntame de ella. ¿Qué tiene de tan maravillosa?».
«¿Por qué te centras en esa palabra?», vaciló Miguel. «Es profesora, da clases de lengua y literatura, aunque solo lleva un año. Seria, culta… Me siento bien con ella».
«¿Y sus padres?».
«Su padre es ingeniero, su madre, ama de casa».
«¿Y es de…?», Alejandra no terminó la pregunta, esperando que su hijo la completara.
«¿Qué más da de dónde sea?», protestó Miguel.
«Tienes razón. Entonces, no es de aquí. ¿Pensáis vivir aquí?».
«Si te molesta, podemos alquilar un piso», dijo Miguel, mirándola a los ojos.
«No, en absoluto. Me alegraré. ¿Qué voy a hacer yo sola? Esperaré a los nietos. Si no nos llevamos bien, entonces alquiláis».
«Lucía no quiere prisa con los hijos, quiere trabajar, ganar experiencia».
«Lucía no quiere, Lucía ha decidido…», imitó Alejandra. «Bueno, invita a tu maravilla a comer». Alejandra se levantó y recogió el plato vacio.
«Eres la mejor madre del mundo», dijo Miguel, levantándose también.
«Espero que no lo olvides cuando te cases».
Mientras fregaba los platos, Alejandra reflexionaba.
*Profesora, ¿eh? Todas las noches corrigiendo exámenes, preparando clases, los fines de semana llevando alumnos de excursión…* Suspiró. *Qué rápido ha crecido Miguel, ya se casa. Lástima que su padre no llegara a verlo*.
El sábado, desde temprano, Alejandra se afanó en la cocina. Miguel tardó en vestirse frente al espejo, eligiendo camisa y corbata a juego. Luego salió a buscar a Lucía.
Alejandra intentó imaginarse a la maravillosa profesora, pero solo le venía a la mente la actriz Penélope Cruz, que había interpretado a alguien llamado Lucía en una película.
Lucía resultó ser una chica menuda, de cabello lacio y ojos grandes. No podía decirse que fuera guapa; pasaría desapercibida en la calle. Comía poco, elogiando con discreción cada plato. El vino lo probó apenas. Miguel, mirándola, tampoco bebió.
«No seas tímida, Lucía», la animó Alejandra.
*Nerviosa, me tiene miedo. Primera vez que conoce a la suegra*, pensó. *¿Qué ve mi hijo en ella? ¿O se casa por despecho, para fastidiar a Elena? Ay, Elena… Elena…*.
Dos meses después, celebraron una boda sencilla. Vinieron los padres de Lucía. Su madre, delgada, callada, sumisa. Su padre bromeó, contando que de adolescente se había enamorado de la Lucía de aquella película, por eso le puso ese nombre.
«El personaje lo encarnó Penélope Cruz. Hubiera sido más lógico llamarla como la actriz, bella e irrepetible», comentó Alejandra sin poder contenerse.
«Yo le dije lo mismo, pero él no me hizo caso, la registró como Lucía», murmuró la madre de Lucía, bajando la mirada y callando el resto de la noche.
«¿Y a ti te pusieron Alejandra por la reina asesinada?», replicó el padre.
«Ojalá. Mis padres querían un niño, tenían el nombre listo. Así acabé siendo Alejandra».
Era una pareja extraña. Él bebía, alabando a su hija, lista y guapa. Ella, recta como un palo, apenas hablaba.
Miguel les enseñó la ciudad. Como regalo, trajeron montones de ropa de cama y manteles. Un ajuar generoso, como manda la tradición. El padre mandaba. La madre no daba un paso sin su permiso. Algo raro hoy en día. Alejandra correspondió, colmándolos de regalos antes de que se fueran.
Después de que Miguel y Lucía salían al trabajo, Alejandra fregaba los platos, limpiaba el suelo, iba al mercado. Los jóvenes no recogían. Bueno, Miguel es su hijo, pero ¿Lucía? ¿No estaba acostumbrada? ¿Iba con prisa? Pasable.
Lucía volvía antes que Miguel y se encerraba en su habitación. Nunca ofreció ayuda para cocinar o hacer la compra. Si Alejandra pedía algo, lo hacía de mala gana.
Los días pasaban, y nada cambiaba. La irritación crecía. Lucía, quizá, estaba acostumbrada a que su madre lo hiciera todo. Pero Alejandra no pensaba resignarse a ese papel. Una cosa era hacerlo por su hijo, otra muy distinta por su nuera. Decidió hablar con Lucía pronto.
Un día en el desayuno, Miguel pronunció mal una palabra. Lucía lo corrigió al instante. Él se turbó, calló, y luego volvió a equivocarse. Ella lo corrigió de nuevo.
Alejandra no dijo nada, pero le dolió por Miguel.
Cuando Lucía volvió del instituto, Alejandra le agradeció que se preocupara por la cultura de Miguel, pero le sugirió corregY así, entre risas y lágrimas, Alejandra comprendió que, al final, el amor verdadero siempre encuentra la manera de abrirse paso, incluso entre las dudas y los errores.