Te preparamos para el futuro

Éramos vosotros a quienes criábamos para esto
— Yo os di más que nadie, así que merezco más ayuda en retorno. ¿O es que habéis olvidado lo del piso?

La voz de su madre en el teléfono sonó exigente, como un rodillo aplastando cada nervio. Lola sujetó el auricular con el hombro, sosteniendo con una mano la cacerola mientras con la otra removía la avena.

—Mamá, ya lo hablamos. Este sábado Jorge y yo vamos a ver a sus padres —dijo Lola, esforzándose por ocultar el temblor en su voz—. Prometimos ayudarlos en la huerta. Tienen mucho trabajo pendiente.
—¿Y yo, entonces, me las arreglo sola? —replicó Inés con sorna, resoplando—. El mozo de carga volvió a emborracharse. Hay que mover las cajas. Ayudadme. Si venís por la mañana, para el mediodía terminamos. Luego podéis iros a vuestra huerta.

Lola se dejó caer en la silla, sintiendo el pulso acelerarse. Estas conversaciones siempre eran iguales. Su madre nunca pedía. Exigía. Y sus argumentos eran de hierro, pesados, impregnados de deuda moral. O, más bien, de una deuda en letras mayúsculas.

—Mamá, ya lo prometimos. Ellos casi no nos ven. No puedo cancelar así como así —repitió Lola, sabiendo de antemano que era inútil.
—¿Ah, sí? —Inés alzó la voz—. O sea, ¿yo le di todo a mi hija y ella igual mira hacia otro lado?

Lola cerró los ojos. Ahí venía…

—¿Te acuerdas de vuestra boda? ¿Quién os dio dinero para el piso? ¿Los suegros? Si apenas pueden reunir para arreglar su casucha. Sin mí, aún estarías saltando de alquiler en alquiler.

Jorge lo escuchó todo desde la habitación contigua. Bueno, casi todo. El resto lo dedujo por la reacción de su mujer. Ya estaba en el umbral de la cocina, brazos cruzados. Lola sintió su mirada clavada. Cortó la llamada de golpe y lo miró.

—¿Lo oíste? —preguntó con cautela.
—Lo suficiente —respondió él, breve—. Que no vuelva a llamar. ¿Acaso cree que nos compró?

Lola quiso replicar, pero las palabras se le atascaron. Entendía a Jorge. Cada vez que su madre “recordaba” su ayuda, se sentía como si viviera en un piso alquilado. Y su madre, la casera.

Jorge salió al balcón, sacando un paquete de tabaco del bolsillo. La puerta se cerró con un golpe seco.

Lola se sentó, manos en la cabeza. Al principio creyó que su madre solo quería lo mejor para ella. Pero ahora veía la hiel en la miel.

En la boda, Inés fue la estrella. Llegó con un vestido rojo fuego, como si no fuese su hija quien se casaba, sino ella misma. Banquete lujoso, músicos, dos presentadores… Todo gracias a Inés.

Al entregar los regalos, su madre se levantó, alzó un sobre y anunció a todos, incluyendo a los suegros:

—Queridos hijos, este es vuestro comienzo. Os doy… —y dijo la cantidad, alta y clara.

Lola sintió que Jorge le apretaba la mano bajo la mesa. Sus suegros, Carmen y Antonio, dieron su sobre después, sin cifras, pero con cariño.

—No tenemos mucho, pero os lo damos de corazón —dijo Antonio, ruborizado—. Que seáis felices. Y sobre todo, escuchaos el uno al otro.

Inés, distraída en otra conversación, ni lo oyó. Para ella, solo importaban los números.

Lola miró las paredes de la cocina, la olla eléctrica, la vajilla. Todo empezó con aquel sobre. La reforma, los electrodomésticos, los muebles.

Ahora entendía: no fue un regalo, fue una inversión. Y con cada petición, su madre cobraba intereses.

Pasaron semanas. Seguían hablando, pero solo si Inés llamaba. Lola a veces alcanzaba el teléfono, pero se detenía. No estaba enfadada. Solo evitaba el chaparrón de rencores.

Jorge, directamente, evitaba a su suegra.

—Si quieres, ve tú —le dijo—. Yo no pienso escuchar que debo “devolver” su regalo. En mi familia no hay inversores.

Dolió, pero Lola calló. ¿Acaso se equivocaba?

Un día, decidió hablar con su madre.

—Mamá, te agradecemos mucho tu ayuda, pero la gratitud no es una obligación.

Inés arqueó las cejas, como si escuchara una locura.

—¿Cómo? ¿Y el “vaso de agua en la vejez”? Los hijos deben ayudar. Para eso os criamos.

Algo se quebró dentro de Lola.

Recordó cuando buscaban piso. Pasaban horas en Idealista. Encontraron un estudio en las afueras, modesto pero acogedor. Justo para su presupuesto.

Inés insistió en que añadiría dinero para uno de dos habitaciones.

—¿Cómo vais a vivir ahí apretados? Y con niños después… Yo os ayudo. Ya me lo agradeceréis.
—Nos basta con este —cortó Jorge—. Queremos hacerlo solos.

Lola entonces pensó que exageraba.

—Jorge, actúas como si mamá fuera a cobrar intereses —se rio—. Esto no es un banco.

Inés torció el gesto, pero cedió.

—Bueno, haced lo que queráis. Solo intentaba ayudar.

Ahora, Lola le agradecía su desconfianza. Otra deuda se habría sumado.

Incluso sus suegros, siempre cálidos, empezaron a distanciarse. Carmen hablaba con frialdad. Antonio soltaba bromas con filo.

—Dicen que el piso lo pagó vuestra madre, ¿no? —comentó Antonio una vez—. Vaya dote tiene Lola. No como nosotros.

Resultó que, en el cumpleaños de Jorge, Inés había soltado:

—Yo les pagué casi todo el piso. Los suegros no tienen un duro. ¿Van a sufrir por eso?

Lola se sintió avergonzada. No lo dijo ella, pero la mancha le salpicaba.

Esa noche, habló con Jorge.

—Estoy… entre dos fuegos —confesó—. Pero no soy tonta. Lo veo.

Jorge dejó el móvil y la miró.

—No quiero pelearme con ella, pero… su ayuda nos cuesta demasiado —susurró Lola—. No quiero vivir con esa deuda eterna.

Él asintió.

—No es una deuda. Es una guerra que nos está destrozando.

Lola sintió su apoyo como un salvavidas.

—Basta. Nada más de tratos bajo la fachada de cariño —dijo—. Si quiere hablar, bien. Pero no caeré más en sus trampas.

No estaba sola.

Pero su madre no se rindió.

—Hija, perdona la hora. Tu tía Elena llega al tren a las tres de la madrugada. Sabes que en el pueblo a esa hora no hay taxis.

Otra orden. Lola respiró hondo.

—Mamá, no podemos. Jorge madruga. Si nos hubieras avisado antes…
—Claro, claro —bufó Inés—. A los suegros corréis, pero a mí me toca pedir cita.

Un suspiro dramático, como si hubiera abandonado a su tía en medio del bosque.

—Vale. Haced lo que queráis —dijo, ofendida—. Pero luego no vengáis cuando necesitéis ayuda. Tanto que os he dado…

Lola apretó los labios.

—Sí, nos diste. Gracias. Pero no soy tu propiedad. Ni Jorge tampoco.

Silencio al otro lado.

Al final, el silencio de su madre se convirtió en una paz que Lola no sabía que necesitaba hasta entonces.

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