Te olvidaste de invitarnos a la fiesta

Pues mira, te cuento esto como si estuviéramos tomando un café.

Rocío quería muchísimo a su marido. Pensaba que era la mujer más afortunada por tenerlo. Javier era un hombre detallista y cariñoso, siempre pendiente de hacerla feliz.

Pero con la familia de él bueno, eso ya era otra historia. Dicen que en todas las familias hay una oveja negra, pero en la de Javier parecía que él era el único cuerdo. El resto eran especiales.

El suegro, por ejemplo, cada vez que veía a Rocío, le soltaba: “Anda, hija, ¡cómo has engordado! ¿Seguro que no traes algo en la tripa?” Y eso que Rocío estaba en su peso ideal y no había cambiado desde que los conoció. Pero a Joaquín, el suegro, eso le daba igual. Era su comentario de siempre. Aunque adelgazara diez kilos, él le diría lo mismo.

Encima, soltaba bromas de mal gusto que a Rocío le ponían colorada. Y para rematar, se paseaba por casa en camiseta de tirantes sin ningún pudor.

La suegra, Carmen, era de esas que siempre sabe más que nadie, aunque no tuviera ni idea. Le decía a Rocío cómo vestirse, qué peinado llevarse o qué pintalabios ponerse. Cuando Rocío y Javier se mudaron a su nuevo piso, Carmen no paró de criticar: “Esto debería ir aquí, aquello allá” Metiche total.

Luego estaba la hermana pequeña de Javier, Natalia, una chica sin filtro con dos hijos de padres distintos, con los que nunca mantuvo nada serio. Llevaba a los niños a todos lados y, como madre, esperaba que el mundo girara alrededor de ella. Que le cedieras el asiento, que la dejaras pasar en la cola, que la sirvieran primero.

Aunque cobraba pensiones de los padres de los niños, vivía de ayudas y seguía enchufada a sus padres, siempre estaba buscando cosas gratis. Hasta lo que no necesitaba lo agarraba, como si fuera un juego. Su casa era un almacén de pañales (que los niños ya no usaban), ropa sin estrenar y juguetes sin abrir. Decía que era su “negocio”: coger cosas gratis y luego revenderlas.

Los niños eran un desastre, frescos y malcriados, pero bueno con esa madre, qué iban a ser. Cuando iban a casa de alguien, iban directos a buscar chuches, cogían cosas sin permiso y se llevaban lo que pillaban. Natalia nunca les llamaba la atención.

Rocío aún se acordaba con horror de cuando Natalia y sus hijos fueron a la fiesta de su casa. Le regaló un juego de té que claramente había sacado de algún sitio gratis, y cuando se fueron, no quedaba ni una galleta, habían roto un jarrón nuevo y dejaron manchas de chocolate en las cortinas. O al menos, Rocío prefería pensar que era chocolate.

Así que cuando se acercaba su cumpleaños, decidió no invitar a la familia de Javier. Porque si no, la fiesta sería un desastre: el suegro con sus comentarios, la suegra dando lecciones y Natalia pidiendo cosas para los niños mientras estos dejaban el piso patas arriba.

Se sentía algo culpable, pero esperaba que Javier lo entendiera.

“Javi, este año quiero celebrar mi cumple en casa. Invitaré a mis padres y a unos amigos.”

“Vale, me parece bien. Al fin y al cabo, hemos dejado el piso bonito para algo, ¿no?” dijo él sonriendo.

“Sí, eso. Pero no quiero invitar a tus padres. Por favor, no te enfades.”

Javier suspiró y asintió.

“Lo siento, pero con ellos es difícil. Y en mi cumple quiero relajarme, no estar tensa.”

“No pasa nada, no tienes que justificarte. Sé cómo son.”

“¿No estás enfadado?”

“Para nada. Es tu día, tiene que ser como tú quieras.”

Rocío volvió a pensar que su marido era el mejor del mundo. Hasta se preguntaba si no sería adoptado, porque era imposible que saliera de esa familia.

No le dijo nada a sus suegros, alegando que esta vez sería algo íntimo. Hasta le pidió a Javier que no les contara nada.

Pero al final se enteraron. Su suegra llamó a la madre de Rocío para hablar de un tema de trabajo y se le escapó.

“¡Así nos trata tu nuera!” gritó Carmen. “¡Como si no fuéramos de la familia!”

“Mamá, tranquila,” intentó calmar Javier. “Rocío solo quería celebrarlo con sus padres y amigos. Es su cumple, ella decide. Si fuera una fiesta grande, os habría invitado.”

“¡Pues mira que somos familia y ni nos avisa! ¡Estamos muy ofendidos!”

Colgó, dejando a Javier con un gesto de cansancio. Entendía perfectamente a Rocío. Aunque no lo dijera en voz alta, siempre le había dado vergüenza su familia. No quería que ella también pasara por eso.

Así que decidió no decirle nada para no amargarle el día. Ya le contaría lo de la llamada después.

Por la mañana, cuando Rocío cumplió 26, Javier le regaló un ramo de flores y un vale para un spa. Sabía que este año había sido agotador: la boda, la reforma del piso, el trabajo Necesitaba descansar.

Por la tarde empezaron a llegar los invitados. Rocío lo había preparado todo con mimo: comida rica, un vestido precioso, el pelo perfecto. Estaba feliz, lista para disfrutar.

Pero no sabía lo que se venía encima.

Cuando todos estaban sentados, tocaron el timbre.

“¡Será la tarta!” dijo Rocío emocionada. “La pedí a última hora.”

Abrió la puerta con una sonrisa que se borró en seguida. Ahí estaban. Los invitados no deseados. Todos.

“¡Feliz cumpleaños, Rocío!” dijo Carmen con cara de pocos amigos, dándole una rosa. “¿Nos dejas pasar?”

No tuvo más remedio que apartarse.

En dos segundos el caos fue total. Los niños de Natalia se quitaron los zapatos y se lanzaron a la mesa. El suegro soltó:

“Ese vestido te queda pequeño. Deberías llevar una talla más.”

“¿Es que se te olvidó invitarnos?” siguió la suegra. “Veo que tienes gente aquí, pero para nosotros no hay sitio. Y por Dios, Rocío, invitas a gente pero no limpias el suelo.”

(Claro, los que lo habían ensuciado eran sus nietos, pero mejor no decirlo).

El ambiente se fue al traste. Los niños gritaban, cogían comida con las manos y rebuscaban en los armarios buscando golosinas. Hasta el pequeño se puso a llorar porque no había tarta.

“Podrías haber comprado una tarta, ¡mira cómo llora Marcos!” le reprochó Natalia. “¿Y eso? ¿Te han regalado perfume? Déjame probarlo. Luego me das los que ya no uses.”

Rocío no dijo nada, se quedó callada. Javier observaba cómo su familia se repartía por la casa, pedían platos, su madre criticaba la comida y su padre soltaba sus comentarios de siempre.

Pero lo que acabó de colmar su paciencia fue ver cómo Natalia cogía un sobre con dinero del aparador, creyendo que nadie la veía. Era lo que habían puesto los invitados.

“¡Deja eso ahí!” le gritó Javier.

“¿Qué dices?” dijo ella, fingiendo inocencia.

“¡Te he visto!”

“Iba a poner más dinero, es que no me dio tiempo a comprar otro sobre,” mintió.

“Javier, no le eches bronca a tu hermana, no arruines la fiesta,” le regañó su madre. “Mejor díselo a tu mujer, que es una falta de educación no invitar a la familia.”

“Y que se compre ropa de su talla,” se rio el suegro. “Porque, Rocío, se te marcan todas las curvas en ese vestido.”

“¡BASTAAl final, Javier los echó a todos de casa, y aunque la fiesta se había estropeado, Rocío supo que con él a su lado, ningún problema sería demasiado grande.

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Te olvidaste de invitarnos a la fiesta