**Te llamaré mañana**
Alejandro yacía boca arriba. En el hueco de su clavícula descansaba la cabeza de Lucía. Ella había cruzado una pierna sobre él y apoyaba su mano sobre su pecho, justo sobre el corazón. Él escuchaba su respiración pausada, derritiéndose de felicidad. «Así podríamos quedarnos toda la vida…», pensó Alejandro, cerrando los ojos.
De pronto, un sobresalto lo despertó, como si alguien le hubiera empujado. A su lado, Lucía se movió.
—¿Ya es hora? —murmuró ella, adormilada.
Desde el sofá no podía ver la ventana, pero por la oscuridad de la habitación supo que ya era tarde, que debían abandonar su nido temporal. Y no quería…
Se habían conocido demasiado tarde, cuando ambos estaban atados por compromisos familiares. Vivían de encuentro en encuentro, anhelando esas horas robadas juntos. Alejandro suspiró sin querer, y Lucía levantó la cabeza.
—¡Está completamente oscuro! —exclamó, despertando de golpe, y saltó de la cama.
En el lugar donde su mano había reposado, el pecho de Alejandro quedó frío. Aunque ella seguía ahí, su corazón ya latía con nostalgia y soledad.
—Levántate, tenemos que irnos. ¿Qué le digo a mi marido?
—La verdad. —Alejandro apartó la sábana y se puso de pie.
Vistieron rápidamente, sin mirarse. A él no le importaba lo que le esperaba en casa. Estaba harto de mentiras. Ella, en cambio, estaba irritada, molesta por haber perdido tiempo durmiendo.
—Dile que fuiste de compras, que te encontraste con una antigua compañera del instituto y se te pasó la hora —sugirió él.
—Él conoce a todas mis amigas. Podría llamarlas —respondió Lucía sin mirarlo.
—Inventa a alguien del pasado. No una amiga, solo una conocida.
—¿Y tú qué le dirás a tu mujer? —Lucía dejó de abotonarse la blusa y lo miró fijamente.
Él se acercó, la abrazó y buscó sus ojos.
—Hace tiempo que no me pregunta nada. Lo sospecha. —La besó, y ella se relajó en sus brazos.
La oscuridad los envolvía, como negándose a dejarlos ir.
Lucía lo apartó con suavidad pero firmeza.
—Si no nos apuramos, nunca saldremos de aquí —dijo, abotonándose rápidamente.
Alejandro quiso decir algo, tranquilizarla. Había propuesto mil veces confesarlo todo, romper el círculo de mentiras. Pero los niños… Él adoraba a su hija Carla, de diez años, y Lucía temía por su hijo Pablo, de doce.
Al principio, pensaron que sería un simple affaire, pero se convirtió en algo más serio. Él estaba dispuesto a dejarlo todo por ella, pero ¿y ella? Lucía siempre lo posponía, pedía tiempo.
—No te enfades, ya lo hablamos… —Su voz sonaba culpable.
—Baja al coche, las llaves están en el bolsillo de mi chaqueta. Yo arreglaré esto —dijo él, doblando las sábanas.
—No tardes —gritó Lucía desde la entrada.
Las horas habían volado. Tras la pasión, solían hablar, hacer planes. Hoy, en cambio, se durmieron. Quedó algo pendiente, una sensación de incompletud.
La luz tenue del recibidor apenas alumbraba la habitación. La puerta se cerró. Lucía se había ido. Alejandro dobló el sofá, guardó las sábanas. La dueña del piso no las tocaba. Revisó que no quedaran rastros de su presencia y dejó el dinero acordado.
En el edificio donde vivía con su familia, todos se saludaban. Aquí no. Quizás porque en esta vecindad todos se conocían, y un extraño despertaba sospechas.
Al llegar al coche, vio el rostro de Lucía en la penumbra.
—¿Nos vamos?
—Quizás tengas razón. Deberíamos terminar con las mentiras. Pero… ¿dónde viviríamos?
—Alquilaremos algo.
—¿Como este piso? —su voz tembló.
Él no respondió, concentrado en la carretera. Antes de llegar a su casa, paró. Ella se inclinó para un último beso.
—¿Hasta el martes? —Sus ojos brillaban bajo la luz de las farolas.
—Te llamaré mañana —contestó él.
Lucía salió del coche y desapareció entre los edificios. Alejandro esperó un momento, como si esperara que regresara. Luego, arrancó hacia casa.
***
El piso estaba oscuro, solo una línea de luz bajo la puerta del cuarto de Pablo. Lucía entró.
—Hola. ¿Tu padre no ha venido? —preguntó, acercándose.
—Sí, pero se fue otra vez.
—¿No dijo cuándo volvería?
—No.
—Voy a preparar la cena.
Se habían conocido en la calle. Ella salía de la universidad cuando él, en su coche, le preguntó por una dirección. Él empezó a esperarla. Cuando le propuso matrimonio, su madre insistió:
—Es mayor, con coche y piso. No bebe. El amor se apaga, pero la seguridad perdura.
Y aceptó. Pero no pudo quererlo. Cuando supo que esperaba a Pablo, pensó en abortar, pero su miedo la detuvo.
—Él paga mis medicamentos —le recordaba su madre.
¿Y su felicidad? Hasta que conoció a Alejandro.
El ruido de la puerta la sobresaltó. Su marido entró en la cocina.
—La cena está casi lista —dijo ella, sin mirarlo.
Él no respondió. Cuando ella giró, lo vio ensimismado.
—¿Te pasa algo?
—¿Y a ti?
—Me encontré con una compañera del instituto…
No necesitaba excusarse, pero lo hizo.
Cenaron en silencio.
—¿Qué te ocurre? —preguntó ella.
—Nada. Ya no.
*¿Ya no?* Sintió un nudo en el estómago.
De pronto, corrió al baño. Él la siguió.
—¿Estás enferma?
—Algo me ha sentado mal —mintió.
Él la observaba como intentando leer sus pensamientos.
—Yo… volveré en un momento.
Al salir, buscó su móvil y llamó a Alejandro. *«Apagado»*. En la televisión, vio un coche destrozado. El suyo.
—…accidente en la calle Maestro… dos coches colisionaron…
No podía respirar. Su marido la vio pálida.
—¿Te conoce? —preguntó él, señalando la pantalla.
—¿Quién?
—El muerto.
—¿Muerto? —gritó.
—Lo dijeron en las noticias.
*«Se ha ido… Debí dejarlo antes.»*
—¡Fuiste tú! —lo acusó.
—¿Yo qué?
—¡Lo mataste! ¡Estabas fuera! ¡Te odio!
Su hijo apareció, asustado.
—¿Mamá? ¡Papá!
El marido la empujó contra el sofá.
—No irás a la policía. ¿Entendido? No maté a nadie.
—¡Lo sé todo! —gritó ella.
Él la golpeó. Su hijo intentó detenerlo.
—¡No le hagas daño!
Otro golpe la dejó sin aire.
—Mátame. Será un alivio…
Su hijo la abrazó, protegiéndola. El hombre salió, dando un portazo.
Regresó borracho a altas horas. Por la mañana, Lucía se vio al espejo: el moretón era imposible de ocultar. Llamó al trabajo, diciendo que estaba enferma.
Él se fue sin una palabra.
*¿Adónde ir? AlejandroMientras guardaba sus cosas, el teléfono sonó de nuevo, y al ver el nombre de Alejandro en la pantalla, Lucía respiró aliviada, comprendiendo que, a pesar del miedo y la incertidumbre, valía la pena luchar por su felicidad.