Diego yacía boca arriba. En el hueco bajo su clavícula descansaba la cabeza de Lucía. Una pierna de ella sobre él, la mano pegada a su pecho, justo sobre el corazón. Escuchaba su respiración regular, derritiéndose de felicidad. «Así, toda la vida…», pensó Diego y cerró los ojos.
Un sobresalto lo despertó, como si alguien lo hubiera empujado. A su lado, Lucía se movió.
—¿Qué, ya es hora? —murmuró ella, adormilada.
Desde el sofá no veía la ventana, pero por la penumbra supo que era tarde, que debían dejar su nido temporal. Y qué poco quería hacerlo…
Se habían encontrado demasiado tarde, cuando ambos ya estaban atados por deudas, obligaciones, familias. Vivían de encuentro en encuentro, en una espera agónica por esas horas dulces juntos. Diego suspiró sin querer, y Lucía alzó la cabeza.
—¡Pero si ya está oscuro! —exclamó, despertando de golpe, y saltó de la cama.
En el sitio donde su mano había estado, ahora había frío. Ella estaba ahí, pero su corazón ya latía con nostalgia y soledad.
—Levántate, hay que irnos. ¿Qué le digo a mi marido?
—La verdad. —Diego apartó la sábana y se incorporó.
Se vistieron apresurados, evitando mirarse. A él ya le daba igual lo que le esperaba en casa. Llevaba demasiado tiempo preparado. Mentir, esconderse… todo le hastiaba. Ella, en cambio, se ponía nerviosa, irritada por haber dormido, por malgastar un tiempo tan preciado.
—Di que fuiste al supermercado, que encontraste a una amiga, que no la veías hace años, que se te fue el santo al cielo… —sugirió él.
—Conoce a todas mis amigas. Podría llamarles. —Lucía evitaba mirarlo.
—Invéntate alguien del pasado, del instituto. No una amiga, una conocida.
—¿Y tú qué le dirás a tu mujer? —Lucía dejó de abrocharse la blusa y lo miró fijamente.
Él se acercó, la abrazó, buscó sus ojos.
—Hace tiempo que no me pregunta. Lo sospecha. —La besó, y ella cedió, ablandándose en sus brazos. La oscuridad se espesaba como un velo, negándose a dejarlos ir.
Lucía lo apartó, suave pero firme.
—Así nunca nos iremos. —Terminó de abrocharse la blusa con movimientos bruscos.
Diego quiso decir algo, calmarla. Mil veces le había propuesto confesarlo todo a sus parejas, romper el círculo de mentiras. Pero los niños… Él adoraba a su hija de diez años, y Lucía temía por su hijo de doce.
Al principio pensaron que sería un par de encuentros y se olvidarían. Pero fue más serio, más profundo. Él lo habría dejado todo por ella, pero ¿estaría ella dispuesta? Lucía esquivaba la respuesta, pedía tiempo. Diego volvió a suspirar.
—No te enfades, ya lo hablamos… —Su voz sonó culpable.
—Baja al coche, las llaves están en el bolsillo de mi chaqueta. Yo recogeré esto —dijo, doblando las sábanas.
—No tardes —gritó ella desde el recibidor.
Las horas habían volado. Solían quedarse hablando, haciendo planes después del amor. Hoy, sin embargo, se durmieron. Todo quedó incompleto, como a medias.
La débil luz del recibidor apenas alumbraba. La puerta se cerró. Lucía se había ido. Diego plegó el sofá, guardó las sábanas. La dueña del piso nunca las tocaba. Miró alrededor, buscando rastros de su presencia. No, todo limpio.
En el estrecho recibidor se vistió rápido, sacó unos billetes del bolsillo (los había sacado antes del cajero) y los dejó en la mesita. Apagó la luz y salió.
El piso lo alquilaba a una anciana soltera. Un compañero del trabajo se lo recomendó, también lo había usado antes. La mujer desaparecía durante sus citas. No preguntaba adónde. Ella necesitaba el dinero; ellos, un lugar.
Podrían haber ido a un hotel. Pero era peligroso, podían toparse con conocidos. Además, le repugnaba acostarse donde tantas otras parejas.
Bajando las escaleras, se cruzó con una mujer cargada de bolsas. Saludó por costumbre, escurriéndose a un lado. Ella no respondió. Sintió su mirada clavada en su espalda, sospechosa.
En su edificio, todos se saludaban, aunque no se conocieran. Era costumbre. Aquí no. Los vecinos se conocían, y un extraño levantaba sospechas. Los viejos, sobre todo.
Al subir al coche, miró a Lucía.
—¿Nos vamos?
En la penumbra del vehículo, no distinguió su expresión.
—Quizá tengas razón. Hablar, acabar con las mentiras de una vez. Estamos tan bien juntos… Pero ¿dónde viviríamos? Si decidiéramos no separarnos.
La incompletitud también la carcomía.
—Algo se nos ocurrirá. Alquilaremos algo al principio.
—¿Como esto? —su voz tembló.
No respondió. Condujo en silencio hacia el centro, esquivando el tráfico. Antes de llegar a su casa, paró. Ella se inclinó para un último beso, un instante de cercanía antes de despedirse.
—¿Hasta el martes? —se apartó. Sus ojos brillaban, ¿por las farolas o por lágrimas?
—Te llamo mañana —dijo él.
Lucía salió del coche sin mirar atrás, desapareciendo entre los edificios.
Se quedó un rato, como si esperara que cambiara de opinión. Luego arrancó y se fue a casa.
***
En el piso solo había un resquicio de luz bajo la puerta del cuarto de su hijo. Lucía se desvistió y asomó la cabeza.
—Hola. ¿Ha venido tu padre? —preguntó, acercándose.
—Sí. Y se fue otra vez.
—¿No dijo adónde? ¿Ni cuándo volvería?
—Nada —respondió él sin levantar la vista de los deberes.
—Voy a preparar la cena. —Salió de la habitación.
Se habían conocido en la calle. Ella salía de la facultad cuando un coche se detuvo. Un hombre preguntó por una dirección complicada. Ella no supo explicarla y se ofreció a acompañarlo.
Después, empezó a esperarla a la salida. Sus amigas cuchicheaban cuando subía a su coche.
Cuando él le propuso matrimonio, su madre la convenció:
—Eres joven, no te faltará de nada. ¿Qué más quieres? El amor se apaga más rápido que un fuego. Primero aman, luego beben, pegan, engañan… Con él estarás segura. Es mayor, tiene piso, coche, no bebe.
Y ella aceptó. Creía que aprendería a quererlo. No lo hizo. Al enterarse de que estaba embarazada, su primer pensamiento fue abortar. Luego el miedo la paralizó.
—Tendrás un hijo, será tu sostén. Tu marido pagó mi operación de cataratas. Las pastillas para la presión, los huesos… Gracias a ellos camino.
Era cierto. Pero ¿cómo vivir sin amor? Tranquila, cómoda… y vacía por dentro.
Hace un año conoció a Diego. Su corazón, hambriento, respondió de inmediato.
Oyó la puerta. Su marido se desvestía en el recibidor. Entró en la cocina y se sentó.
—Ahora está listo —dijo ella sin mirarlo.
No respondió. Al cabo de unos minutos, alarmada por su silencio, giró la cabeza. Estaba absorto, mirando un punto fijoAños después, bajo el sol de una nueva ciudad, mientras los niños jugaban en el parque y Diego le tomaba la mano, Lucía supo que por fin había aprendido a respirar sin miedo.