**Te llamaré mañana**
Pablo yacía boca arriba. En el hueco bajo su clavícula reposaba la cabeza de Lucía. Ella había cruzado una pierna sobre él y apoyaba una mano en su pecho, justo sobre el corazón. Él escuchaba su respiración serena, derritiéndose de felicidad. «Así podría quedarme toda la vida…», pensó Pablo y cerró los ojos.
De pronto, un sobresalto lo despertó, como si alguien lo hubiera empujado. A su lado, Lucía se removió.
—¿Ya es hora? —murmuró ella, aún medio dormida.
Desde el sofá no veía la ventana, pero por lo oscuro que estaba el cuarto, supo que ya era tarde, que debían abandonar su refugio temporal. Y qué poco le apetecía…
Se habían conocido demasiado tarde, cuando ambos estaban atados por compromisos familiares. Vivían de encuentro en encuentro, anhelando esas horas robadas juntos. Pablo suspiró sin querer, y Lucía levantó la cabeza.
—¡Ya está completamente oscuro! —exclamó, despertando de golpe, y saltó de la cama.
En el sitio donde su mano había descansado, el pecho de Pablo quedó frío. Ella seguía allí, pero su corazón ya latía con nostalgia y soledad.
—Levántate, tenemos que irnos. ¿Qué le digo a mi marido?
—La verdad. —Pablo apartó la sábana y se puso en pie.
Se vistieron a toda prisa, evitando mirarse. A él ya le daba igual lo que le esperara en casa. Estaba harto de mentir, de esconderse. Ella, en cambio, estaba nerviosa, irritada por haber perdido el tiempo durmiendo.
—Dile que te encontraste a una antigua compañera del instituto, que no la veías desde hace años… —sugirió él.
—Él conoce a todas mis amigas. Podría llamarlas. —Lucía evitaba su mirada.
—Pues invéntate a alguien. Alguien de tu pasado.
—¿Y tú qué le dirás a tu mujer? —Dejó de abrocharse la blusa y lo miró fijamente.
Él se acercó, la abrazó, buscó sus ojos.
—Hace tiempo que no me pregunta nada. Sospecha. —Empezó a besarla, y ella cedió, relajándose en sus brazos.
La oscuridad se cerraba alrededor, envolviéndolos como un manto que no quería soltarlos.
Lucía lo apartó con suavidad, pero con firmeza.
—Si seguimos así, nunca nos iremos. —Se apresuró a terminar de abrocharse la blusa.
Pablo quiso decir algo, calmarla. Le había propuesto mil veces confesarlo todo, romper el círculo de mentiras. Pero los niños… Él adoraba a su hija Marta, de diez años, y Lucía temía por su hijo Jaime, de doce.
Cuando empezaron, pensó que sería algo pasajero. Pero se había vuelto serio, profundo. Estaba dispuesto a dejarlo todo por ella. ¿Y ella? Lucía esquivaba la respuesta, pedía tiempo. Pablo volvió a suspirar.
—No te enfades, ya habíamos quedado… —Su voz sonaba culpable.
—Baja al coche, las llaves están en mi chaqueta. Yo recogeré aquí.
—No tardes —le gritó Lucía desde la entrada.
Cómo se les habían escapado las horas. Tras el amor, solían hablar, planear. Hoy se habían dormido, dejando todo a medias.
La luz tenue del recibidor apenas iluminaba la habitación. La puerta se cerró. Lucía se había ido. Pablo plegó el sofá, guardó las sábanas en el cajón. No había rastros de ellos.
En el diminuto recibidor, se vistió rápido, sacó unos billetes del bolsillo —los había sacado del cajero antes— y los dejó sobre la mesita. Apagó la luz y salió.
El piso lo alquilaban a una mujer mayor. Un compañero del trabajo se lo había recomendado.
Nunca supo adónde iba ella a la hora acordada. A ella le importaba el dinero; a ellos, la intimidad.
Podrían haber ido a un hotel, pero era arriesgado. Además, le repugnaba pensar en las camas usadas por cientos de parejas antes.
Al bajar las escaleras, se topó con una vecina cargada de bolsas. Saludó por cortesía. Ella no respondió. Notó su mirada escrutadora clavada en su espalda.
En su edificio, todos se saludaban. Aquí no. Quizás porque los vecinos se conocían demasiado bien, y un extraño despertaba sospechas.
Subió al coche y miró a Lucía.
—¿Vamos?
En la penumbra, no distinguía su expresión.
—Tal vez tengas razón. Deberíamos acabar con las mentiras. Somos felices juntos. Pero… ¿dónde viviríamos?
La incertidumbre también la afectaba.
—Alquilaremos algo. Algo mejor que esto.
—¿Como este piso? —Su voz tembló.
No respondió. Condujo en silencio. El tráfico empeoró al acercarse al centro. Antes de llegar a su casa, paró. Ella se inclinó para un último beso, un instante de cercanía antes de separarse.
—¿Hasta el martes? —Se apartó.
Sus ojos brillaban, quizás por las farolas, quizás por las lágrimas.
—Te llamaré mañana —dijo él.
Lucía salió del coche y se alejó sin mirar atrás, desapareciendo entre los edificios.
Él esperó un momento, como si esperara que cambiara de idea. Luego dio media vuelta y se marchó.
***
En casa, todo estaba oscuro, salvo un rayo de luz bajo la puerta de Jaime. Lucía se desvistió y asomó la cabeza.
—Hola. ¿Ha venido tu padre? —preguntó, acercándose.
—Sí, pero se fue otra vez.
—¿Dijo algo?
—No. —No levantó la vista de los deberes.
—Voy a hacer la cena.
Se habían conocido en la calle. Ella salía de la universidad cuando él paró el coche, preguntando por una dirección. Como estaba escondida entre callejones, ella le ofreció acompañarlo.
Después, empezó a esperarla a la salida de clase. Sus amigas susurraban y la miraban con envidia cuando subía a su coche.
Cuando él le propuso matrimonio, su madre la presionó.
—Eres joven, no te faltará de nada. El amor se apaga, pero él te dará seguridad. Tiene piso, coche, no bebe…
Ella aceptó. Creía que podría quererlo con el tiempo. Pero no fue así. Cuando supo que estaba embarazada, pensó en abortar. Luego tuvo miedo.
—Tu hijo será tu sostén. Tu marido pagó la operación de mis ojos. Me compra las pastillas para la presión…
Era cierto. Pero, ¿y su vacío interior? Un año atrás, conoció a Pablo. Y su corazón respondió.
Oyó la puerta. Su marido entró en la cocina y se sentó.
—En un momento está lista —dijo ella sin volverse.
No respondió. Al cabo de unos minutos, preocupada, lo miró. Estaba ensimismado, la mirada perdida.
—¿Te pasa algo?
Él se sobresaltó. Sus ojos reflejaban inquietud. ¿O era miedo?
—¿Y a ti? —replicó.
—Me encontré a una antigua compañera… Perdí la noción del tiempo.
No necesitaba justificarse, pero lo hizo.
—Voy a llamar a Jaime. Cenamos.
Se sentaron en silencio.
—¿Qué te ocurre? —preguntó ella al fin.
—Ya nada —murmuró, clavando los ojos en el plato.
«¿Ya?» Su estómago se encogió. Las mujeres intuyen antes de saber. Algo había hecho. ¿Qué?
CLucía miró por última vez la casa donde había vivido sin amor, tomó la mano de Pablo y, bajo el sol de la mañana, caminaron juntos hacia un nuevo comienzo.