Alejandro yacía boca arriba. En el hueco bajo su clavícula reposaba la cabeza de Marta, quien había enlazado una pierna sobre él y apoyado su palma justo encima de su corazón. Él escuchaba su respiración serena, derritiéndose de felicidad. *”Así, para siempre…”*, pensó, cerrando los ojos.
Un sobresalto lo despertó, como si alguien lo hubiera empujado. Marta se removió a su lado.
—¿Ya es hora? —musitó ella, adormilada.
Desde el sofá no veía la ventana, pero la oscuridad en la habitación le confirmó que era tarde. Debían abandonar su refugio temporal, aunque no quisiera.
Se habían encontrado demasiado tarde, ambos atados por pactos familiares, viviendo de encuentro en encuentro, alimentando la espera agridulce de esas horas robadas. Alejandro suspiró sin querer, y Marta alzó la cabeza.
—¡Está completamente oscuro! —exclamó, despertando de golpe y saltando de la cama.
En el lugar donde su mano había estado, ahora solo quedaba frío. Ella estaba ahí, pero su corazón ya gemía de soledad.
—Levántate, tenemos que irnos. ¿Qué le digo a mi marido?
—La verdad. —Alejandro apartó la sábana y se incorporó.
Vistieron en silencio, evitando mirarse. A él ya nada le importaba en casa. Estaba harto de mentir. Ella, en cambio, se debatía entre los nervios y el enfado por haber perdido tiempo valioso durmiendo.
—Di que te entretuviste en una tienda, que encontraste a una amiga de la universidad.
—Conoce a todas mis amigas. Podría llamarles —respondió ella, evadiendo su mirada.
—Inventa alguien del pasado, una conocida.
—¿Y tú qué le dirás a tu esposa? —Marta dejó de abotonarse la blusa y lo clavó los ojos.
Alejandro la abrazó, buscando su mirada.
—Ella ya no pregunta. Sospecha. —La besó, y Marta se relajó entre sus brazos. La oscuridad los envolvía, negándose a soltarlos.
Ella lo apartó con suavidad pero firmeza.
—Así nunca nos iremos —dijo, terminando de abrocharse la blusa.
Él quiso hablar, calmarla. Mil veces le había propuesto confesar todo, romper el círculo de mentiras. Pero los niños… Él adoraba a su hija de diez años; Marta temía por su hijo de doce.
Cuando empezaron, creyó que sería un capítulo fugaz. Pero el amor los atrapó. Él habría sacrificado todo por ella, pero ¿estaba Marta dispuesta?
—No te enfades, lo hablamos… —su voz sonó culpable.
—Baja al coche, las llaves están en mi chaqueta. Yo recogeré —dijo él, doblando las sábanas.
—No tardes —gritó ella desde el recibidor.
Las horas habían volado. Tras la pasión, solían hablar, soñar. Hoy, el sueño los traicionó, dejando un vacío.
La bombilla del pasillo apenas iluminaba. La puerta se cerró. Marta se había ido. Alejandro guardó las sábanas en el cajón del sofá, revisando que no quedaran huellas. Todo en orden.
En el estrecho recibidor, dejó unos billetes sobre la mesita —los había sacado del cajero esa mañana— y apagó la luz.
El piso lo alquilaban por horas a una anciana solitaria. Un colega se lo recomendó tiempo atrás. La dueña salía puntual; él no preguntaba adónde. Dinero por discreción.
Un hotel habría sido más fácil, pero arriesgado. Demasiados ojos, demasiados recuerdos ajenos en las sábanas.
En la escalera, tropezó con una vecina cargada de bolsas. Saludó por cortesía, pero ella lo miró con recelo. En su edificio, todos se saludaban. Aquí, los desconocidos despertaban sospechas.
Al subir al coche, Marta evitaba su mirada.
—¿Vamos?
En la penumbra, no distinguió su expresión.
—Quizá tengas razón. Contarlo todo, acabar con las mentiras. Nos sentimos tan bien juntos… ¿Dónde viviríamos?
—Alquilaremos algo. Como este piso.
—¿Como este? —su voz tembló.
Él no respondió, concentrado en la carretera. El tráfico se densificaba hacia el centro. Antes de llegar a su casa, Marta se inclinó para un beso de despedida.
—¿Hasta el martes? —sus ojos brillaban, ya fuera por las farolas o por las lágrimas.
—Te llamaré mañana —prometió él.
Marta salió del coche sin mirar atrás, desvaneciéndose entre los edificios. Alejandro esperó un momento, como si aún esperase que volviese. Luego, arrancó hacia casa.
***
El apartamento estaba oscuro, solo una rendija de luz asomaba bajo la puerta del cuarto de Dani.
—Hola, cariño. ¿Ha venido tu padre? —preguntó, asomándose por encima del hombro del niño.
—Sí. Se fue otra vez.
—¿No dijo adónde?
—No. —No alzó la vista del cuaderno.
—Voy a hacer la cena.
Se conocieron en la calle. Ella salía de la universidad cuando él paró su coche, preguntando por una dirección. Ofreció acompañarle.
Después, la esperaba cada tarde. Sus amigas cuchicheaban con envidia cuando ella subía a su vehículo.
Cuando le propuso matrimonio, su madre la convenció:
—Es mayor, con casa y coche. No bebe. El amor se apaga, pero la seguridad perdura.
Ella aceptó. Creía que aprendería a quererle. No lo hizo. Al enterarse del embarazo, quiso abortar. Después, el miedo la paralizó.
—Tu hijo es tu salvación. Tu marido pagó mi operación de cataratas. Sin él, estaría ciega.
Era cierto. Pero ¿cómo vivir sin amor? Un año atrás, conoció a Alejandro. Su corazón, hambriento, respondió al instante.
La puerta se cerró. Su marido entró en la cocina, sentándose en silencio.
—La cena está lista —dijo ella, sin volverse.
No respondió. Al girarse, lo encontró absorto, la mirada perdida.
—¿Te pasa algo? —preguntó.
Él se sobresaltó. En sus ojos había algo… ¿Miedo?
—¿Y a ti? —replicó.
—Me entretuve con una compañera de la uni…
Mintió sin necesidad. Él jamás preguntaba.
Cenaron en silencio. Ella no resistió más:
—¿Qué te ocurre?
—Ahora, nada —contestó, evasivo.
*”¿Ahora?”* Su estómago se encogió.
Las mujeres intuyen antes de saber. Marta sintió que él lo sabía todo. Sintió náuseas, corrió al baño.
—¿Te encuentras mal? —su voz la sobresaltó.
—Algo me ha sentado mal —farfulló, enjuagándose la boca.
Él la observaba, como si quisiera escarbar en sus pensamientos.
Al salir, marcó el número de Alejandro. *”Apagado o fuera de cobertura…”*
En la televisión, un coche destrozado. Su matrícula. La de Alejandro.
—…accidente en la avenida… fallecido en el acto…
El aire le faltó. Su marido la alcanzó justo al desplomarse.
—¿Conocías a ese hombre? —preguntó, mientras ella temblaba.
—¿Que si…?
—El que murió.
*”¿Muerto?”* El mundo se desmoronó.
—¡Fuiste tú! —gritó, retrocediendo.
—¿Yo qué? Estás delirando.
—¡Lo has matado!Los años que siguieron fueron difíciles, pero juntos—Alejandro, Marta y Dani—encontraron la paz lejos de las mentiras.