¿Te importa si me pruebo tu vestido de novia? Ya no lo necesitarás, sonrió la amiga.

—¿Te importa que me pruebe tu vestido de novia? Total, a ti ya no te sirve —soltó su amiga con una sonrisa pícara.

—Pues a mí me parece perfecto. Lo mejor que te has puesto —dijo Juana, escrutando cada detalle con ojos de experta.

—Tu amiga tiene razón. El vestido te queda divino. Con ajustar un poco el bajo y la cintura… —apuntó la dependienta del salón de bodas—. ¿Quieres que te traiga el velo?

—Yo no quería velo —balbuceó Daniela, desconcertada.

—Tráigalo, pero que no sea muy largo —intervino Juana sin apartar la mirada de su amiga, que seguía girándose ante el espejo.

La falda voluminosa se movía como un campanario alrededor de sus piernas. Daniela ya imaginaba los ojos brillantes de Pablo cuando la viera avanzar hacia él con ese vestido.

La dependienta reapareció con un velo de gasa, sosteniéndolo con solemnidad como si fuera un tesoro. Con un gesto hábil, lo sujetó al cabello de Daniela.

—Lista para el registro civil —dijo la vendedora, sonriendo al reflejo de Daniela—. Bueno, ¿te lo llevas?

—¿Tú qué opinas? —Daniela se volvió hacia Juana.

—Tú eres la que se casa, tú decides —respondió su amiga, sin ocultar del todo el brillo de envidia en sus ojos.

—Sí, nos lo quedamos —afirmó Daniela, levantando la falda para bajar del podio, pero la dependienta la detuvo.

—Ahora vendrá la modista.

Daniela suspiró, pero en realidad estaba encantada de seguir luciendo el vestido un ratito más.

De vuelta a casa, atravesaron el parque.

Llevaban siendo amigas desde el colegio. Juana era alta, con rasgos marcados y una nariz recta. Siempre envidiaba la belleza de Daniela: su nariz pequeña, sus hoyuelos en las mejillas. Y, sobre todo, el hecho de que Daniela tuviera unos padres normales, que no bebían ni se peleaban a diario. El padre de Juana había muerto dos años atrás por culpa de un vodka adulterado. Pensó que, al menos, viviría en paz con su madre, pero esta se volvió irritable y nerviosa.

Daniela había estudiado en una universidad prestigiosa y trabajaba como traductora en una multinacional. Juana, tras sacarse la carrera de Biología a distancia, estaba en un laboratorio medioambiental que odiaba. Otro motivo más para la envidia.

Y encima, esa ratita se casaba. A Juana le daba igual Pablo, pero el hecho en sí la sacaba de quicio. Ella también había salido con chicos, pero nunca llegaba a nada. Soñaba con un vestido blanco de volantes y, sobre todo, con escapar de su madre. ¿En qué era peor que esa timorata de Daniela? ¿Por qué a ella le sonreía la suerte?

—Ni me escuchas —Daniela tiró del brazo de Juana.

—¿Eh? ¿Qué has dicho? —Juana había estado en su mundo.

—Que en la boda te tiraré el ramo, y al poco tiempo te tocará casarte a ti. Mira, allí está esa mujer que vende bisutería. La vi ayer, pero no paré. Vamos a echar un vistazo —Daniela arrastró a su amiga hacia el banco.

—¿Para qué quieres esas baratijas? —refunfuñó Juana, lanzando una mirada escéptica a la anciana, cuyo puesto improvisado exhibía collares y anillos que brillaban al sol pero que nadie parecía querer.

—Mira qué anillo más bonito —Daniela examinaba un pequeño anillo con una piedra blanca—. ¿Puedo probármelo?

—No cobro por probar, pero no te lo venderé —dijo la mujer de pronto.

—¿Por qué no? —preguntó Daniela, sin soltar el anillo.

—Pronto llevarás uno de compromiso. Y mezclar metales es de mal gusto —explicó la mujer—. Mejor mírate esto. —Le tendió un colgante metálico, un disco pulido hasta quedar como un espejo, colgado de una cadena fina.

—Dani, ¿para qué quieres esa chuchería? —puso mala cara Juana.

—Mira qué diseño tan original. ¿Cuánto cuesta? —preguntó Daniela, ignorando a su amiga.

—Lo que quieras darme. No lo dudes, llévatelo. Atraerá la felicidad.

—Ya es feliz de sobra —intervino Juana.

—Tú lo que estás es envidiosa —repuso la mujer, clavándole una mirada severa.

Daniela rebuscó en su bolso y le entregó tres billetes de diez euros.

—Es todo lo que llevo —se disculpó.

—No hace falta más. Que te dure —la mujer le sonrió.

Al alejarse, Daniela se colocó el colgante al instante.

—¿Qué tal? —preguntó.

—Original —respondió Juana, seca. Aunque a ella también le gustaba.

Una semana después, Daniela recogió el vestido ya ajustado. La dependienta lo empaquetó en una caja enorme.

—No puedo llevarme esto a la oficina —protestó Daniela.

—Coge un taxi o déjalo hasta esta noche.

Daniela lo dejó allí y se fue al trabajo. Desde la oficina, llamó a Pablo, pero no respondió. Él era informático y solía teletrabajar, pero nunca apagaba el móvil. Los clientes podían llamarle en cualquier momento.

Inquieta, salió antes y fue a su casa. Al llamar al timbre, fue Juana quien abrió, llevando puesta una camisa de Pablo. En su pecho relucía el colgante metálico.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Daniela—. ¿Dónde está Pablo?

—Cansado, durmiendo —respondió Juana con una sonrisa burlona.

Daniela la apartó y entró corriendo. Pablo dormía en el sofá, la parte inferior cubierta por una manta.

—¡Pablo! —gritó.

Él ni se inmutó.

—¿Contenta? —preguntó Juana tras ella.

Daniela se giró, lágrimas en los ojos.

—¿Cómo has podido? —La empujó y salió corriendo.

Al llegar a casa, se derrumbó en el sofá. Cuando su madre llegó, le contó todo entre sollozos.

—No te precipites, cariño. Hay que hablar con él —intentó calmarla su madre.

—¡No quiero verlo nunca más! —gritó Daniela.

Pero al final se vieron. Pablo la esperó a la mañana siguiente.

—Dani, escúchame. No quiero a Juana. No sé cómo pasó. Vino, me pidió ayuda con algo en internet… Lo último que recuerdo es tomar un té con ella.

—¿Y eso es todo? ¿No recuerdas nada más? ¿Ni siquiera acostarte con ella? —Daniela intentó pasar de largo, pero él la agarró del brazo.

—No recuerdo nada. Te quiero a ti.

Ella se liberó y se marchó corriendo.

Lo echaba de menos, pero no podía perdonarlo. Hasta que Juana apareció diciendo que estaba embarazada y que se casaban con Pablo.

—¿Te importa que me pruebe tu vestido de novia? Ya no lo vas a necesitar —sonrió Juana.

Tres semanas después, Daniela vio desde su ventana cómo un coche decorado con cintas llegaba a la casa vecina. Pablo salió y miró hacia su ventana. Por un momento, creyó que sus ojos se encontraron. Corrió a su habitación y lloró desconsolada.

El tiempo pasó. Una tarde de primavera, Daniela se topó con Pablo en la calle. Su madre, la tía Lola, había tenido un infarto y la ambulancia seDaniela y Pablo volvieron a encontrarse, esta vez sin reproches, descubriendo que el amor verdadero, aunque malherido, siempre encuentra el camino de vuelta.

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¿Te importa si me pruebo tu vestido de novia? Ya no lo necesitarás, sonrió la amiga.