Te he dado un hijo, pero no quiero nada de ti le dijo la amante por teléfono.
Antonio miró a Lidia con la expresión de un perro golpeado.
Sí, no te has equivocado. Lidia, hace medio año tuve otra
Sólo fueron unos cuantos encuentros, puro entretenimiento.
Y ella me dio un hijo. Hace poco
Lidia sintió un vértigo. ¡Qué noticia!
Su marido, fiel y cariñoso, había engendrado a ese niño fuera del matrimonio.
A Lidia le costó mucho asimilar lo que su esposo acababa de decir.
Durante varios minutos intentó descifrar el sentido de sus palabras.
Antonio estaba sentado frente a ella, con los hombros caídos y las manos entrelazadas sobre las rodillas.
Parecía más pequeño de lo normal, como si le hubieran exprimido todo el aire.
Entonces, hijo repitió Lidia. Tú, que estás casado, tienes un hijo.
Y lo ha engendrado una mujer que no es yo.
Lidia, no lo sabía. Lo juro.
¿No sabías cómo se hacen los hijos? Tienes cuarenta años, Antonio.
No sabía que ella que ella decidiría dar a luz.
Nos separamos hace tiempo; ella se fue con su marido.
Yo pensé que todo estaba bien.
Y ayer sonó el teléfono: «Tu hijo ha nacido. Trescientos euros. Salud».
Colgó.
Lidia se levantó. Le temblaban las piernas, sus rodillas estaban como almohadas, como si acabara de correr un maratón.
Afuera rugía el otoño.
Lidia admiró sin querer el paisaje de la ventana, tan bonito
¿Y ahora qué? preguntó, sin volverse.
No lo sé.
Excelente respuesta de un hombre de verdad, cabeza de familia. No sé.
Lidia se giró de golpe.
¿Vas a ir allí? ¿A ver?
Antonio, avergonzado, alzó la vista hacia su esposa.
Lidia, ella dejó la dirección del hospital, dijo que el alta sería pasado mañana.
Así lo dijo:
«Si quieres, ven. Si no, no. No necesito nada de ti».
Orgullosa
No le debo nada
No necesito nada repitió Lidia en eco. Sagrada sencillez.
En el pasillo se cerró la puerta de entrada con estrépito: habían regresado los mayores.
Lidia esbozó una sonrisa al instante. Era su hábito profesional; los años en los negocios le habían enseñado a mantener la cara, aunque el trato se desplomara.
En la cocina apareció el mayor, un chico alto y corpulento de veinte años.
¡Hola, papá, hola, mamá! ¿Qué tal? ¿Hay algo de comer? Estamos hambrientos como lobos después del entrenamiento.
En el frigorífico hay croquetas, caliénlas dijo Lidia.
Papá, prometiste revisar el carburador de mi coche viejo le dio un golpe en el hombro el hijo menor.
Lidia observaba la escena con el corazón encogido, como si respirar fuera un suplicio.
Lo llamaban papá. Su verdadero padre había desaparecido hacía años, limitándose a la pensión y a unas cartas esporádicas.
Antonio los había criado: les enseñó a conducir, curó rodillas rotas, asistió a reuniones y resolvió problemas escolares. Era su padre de verdad.
Extrajo una sonrisa forzada:
Lo veré más tarde, Sancho. Dejad que hable con la madre.
Los chicos se fueron, resonando con los platos.
Te quieren susurró Lidia. Y tú
Lidia, basta. Yo también los quiero. Son mis chicos. No me voy a ninguna parte.
Te lo dije al principio: fue una confusión, un error. No hubo nada serio entre ella y yo.
Solo una relación.
Solo una relación, cuyas consecuencias ahora implican cambiar pañales
Entró corriendo la pequeña María, de seis años, y la armadura de Lidia se rompió. La niña, al saltar, se subió al regazo de su padre.
¡Papá! ¿Por qué estás triste? ¿Te regañó mamá?
Antonio la abrazó, apoyó su nariz en su cabecita clara. Vivía solo por ella. Lidia sabía que él haría cualquier cosa por María; era una locura de amor paternal.
No, princesa. Estamos hablando de cosas de adultos. Ve a ver la tele, vuelvo enseguida.
Cuando María se fue, la cocina volvió al silencio.
¿Te das cuenta de que todo está cambiando? preguntó Lidia.
Se sentó de nuevo a la mesa.
No me iré, Lidia. Te quiero, a los niños No puedo vivir sin vosotros.
Son palabras bonitas, Antonio. Pero los hechos son otros: tienes un hijo. Él necesita un padre.
Esa mujer ahora dice no necesito nada. ¿Hormonas, euforia o un plan maquiavélico?
Pasado un mes, seis meses, el niño enfermará, crecerá, exigirá dinero. Ella llamará: «Antonio, no tenemos chaqueta de invierno». O «Antonio, hay que ir al médico». Y tú irás. Eres bueno, tienes conciencia.
¿Y el dinero, Antonio? bajó Lidia la voz. ¿De dónde lo sacas?
Él se estremeció, como golpeado. Su negocio se había hundido hace dos años; las deudas las cubrían con el dinero de Lidia. Ahora trabajaba, ganaba poco, nada comparado con lo que ella aportaba: casa, coche, vacaciones, la educación de los hijos, todo a su cargo. No tenía ni una tarjeta propia; todo estaba bloqueado por los tribunales y sólo podía usar efectivo o una tarjeta vinculada a la cuenta de Lidia.
Lo encontraré gruñó.
¿Dónde? ¿Harás de taxista de noche? ¿O me robarás del cajón para ayudar a esa familia?
¿Puedes imaginar lo absurdo? Yo mantengo a la familia y tú mantienes a una mujer con un hijo que no es tuyo.
¡No es una mujer! exclamó Antonio. Todo terminó hace medio año.
Un hijo tiene el poder de unir a la gente más que un sello en el pasaporte. ¿Irás al alta?
La pregunta flotó en el aire. Antonio se cubrió la cara con las manos.
No lo sé, Lidia. Honestamente. Humana y justamente debería. El niño no tiene culpa.
Humanamente sonrió Lidia. ¿Y humanamente conmigo? ¿Con María? ¿Con los chicos?
Irás a recoger al bebé, lo tomarás en brazos y eso será todo. Irás una vez a la semana, luego dos, luego los fines de semana. Mentirás diciendo que el trabajo te lo impide y nosotros esperaremos.
Lidia se acercó al grifo, abrió el agua, la miró y la cerró.
Ella tiene ocho años menos que tú, Antonio. Tiene treinta y dos. Te ha dado un hijo. No mío.
Yo no soy la madre de tus hijos, aunque los hayas criado. Ese niño es tu sangre.
¿Crees que eso no influirá en nada?
Estás hablando tonterías. Los chicos son míos, los he criado.
¡Vamos! A los hombres siempre les gusta tener herederos.
¡Tenemos a María!
María es una niña
Antonio se levantó bruscamente.
¡Basta! ¿Por qué me presionas antes de tiempo? Dije que quedaría en la familia, pero no puedo ser un padre dividido.
Un ser humano nació. El mío, también. Me siento culpable contigo, con todos. Puedes echarme, empacar mis cosas y marcharme. Iré a casa de mi madre, a cualquier sitio. Pero no me chantajees.
Lidia se quedó inmóvil, el miedo la invadió. Si ahora le decía vete, él se iría. Orgulloso, pero sin dinero ni techo, acabaría en la casa de esa mujer, donde lo recibirían como salvador, como padre, aunque sea pobre. Entonces ella lo perdería para siempre.
Y ella no quería perderlo. A pesar del dolor y la rabia, lo amaba. Y los niños también lo amaban.
Destruir era fácil; vivir con el vacío era imposible.
Siéntate dijo ella en voz baja. Nadie te está echando.
Antonio respiró hondo, esperó un segundo y se sentó.
Lidia, perdóname. Soy un idiota
Idiota asintió ella. Pero nuestro idiota
La noche pasó envuelta en niebla. Lidia ayudaba a María con los deberes, revisaba informes, pero su mente estaba lejos. Imaginaba a la mujer que había llamado. ¿Cómo sería? ¿Joven? ¿Hermosa? Seguramente ahora miraba al bebé y pensaba que había ganado.
No necesita nada. Claro, esa es la jugada perfecta: no exigir, no armar drama, simplemente decir: tienes un hijo, somos fuertes, nos las arreglaremos. Golpea el orgullo masculino sin remedio. El hombre quiere ser héroe.
Antonio se revolvía, dormía en fragmentos, y Lidia permanecía despierta, mirando la oscuridad. Cuarenta y cinco años, bella, cuidada, exitosa, pero la vejez ya asoma. Y él sigue tan joven.
***
Por la mañana todo empeoró: Lidia no lograba recuperarse. Los chicos comieron rápido y se fueron a sus asuntos, y María se puso caprichosa.
Papá, hazme una trenza exigió. Mamá lo hace feo.
Antonio tomó el peine. Sus manos grandes, acostumbradas al volante y al martillo, acariciaron delicadamente los finos cabellos infantiles.
Lidia bebía su café, observaba. Allí estaba su marido, cálido, hogareño, y en algún lugar otro hijo que también tenía derecho a él.
Antonio dijo cuando María se fue a vestirse. Tenemos que decidir ahora.
Él dejó el peine.
Lo he pensado toda la noche.
¿Y?
No iré al alta.
Dentro de Lidia se encogió algo, pero no lo mostró.
¿Por qué?
Porque si voy, le daré esperanza a ella, a mí, a ese niño. No podré ser padre de dos casas. No quiero mentirte, no quiero robarle tiempo a María ni a los chicos.
Lo elegí hace once años: tú eres mi esposa, y aquí está mi familia.
¿Y el otro niño? Lidia se sorprendió al preguntar.
Lo ayudaré con dinero, oficialmente a través de pensiones o una cuenta. Pero ir, no. Mejor que crezca sin saber de mí que esperarme los fines de semana. Así será más justo.
Lidia quedó en silencio, girando el anillo en su dedo.
¿Estás seguro? Después no te arrepentirás.
Me arrepentiré confesó Antonio. Pensaré en él, pero si empiezo a ir, perderé a ustedes.
Lo siento porque sé que no lo tolerarías. Eres fuerte, Lidia, pero no de acero. Me odiarás si sigo, y no quiero que me odies.
Dios, qué lío.
Antonio se acercó por detrás, puso sus manos en sus hombros.
Lidia, no quiero otra vida. Te tengo a ti, a los niños. Eso es mi paga por mi necedad. Pagaré con dinero, pero no con tiempo, ni atención, ni cariño para ese pequeño.
Lidia tomó su mano.
¿Dinero? sonrió con ironía.
Lo conseguiré. Lo arruinaré, pero lo conseguiré. No volveré a pedirte ni un centavo por mis errores.
Lidia se calmó. Sí, él había actuado mal, pero esas palabras eran lo que ella había esperado. No compartiría a su esposo con nadie, le era indiferente el sentimiento de la otra mujer. Haber tenido un hijo con un casado era su problema.
***
Antonio no fue al alta. La mujer que llamaba Carmen colgó el teléfono y, durante medio año, no volvió a aparecer. No se supo nada de ella; su móvil quedó fuera de servicio, lo que a Lidia le resultó más que conveniente.
Al final, la lección quedó clara: la verdadera riqueza no se mide en euros ni en engaños, sino en la responsabilidad y el amor sincero que uno decide cumplir, pese a los errores del pasado.






