—¿Pero qué eres, un calzonazos? — La suegra quedó horrorizada al ver a su hijo preparando el desayuno.
Valentina Martín había venido a visitarnos por primera vez en ocho años. Desde que su hijo, Adrián, y yo nos casamos. Vivía en un pueblo cerca de Toledo, y apenas salía a la ciudad—la edad, la salud y las tareas del campo no se lo permitían. Pero esta vez, ella misma propuso: «Iré a ver cómo vivís. Al fin y al cabo, sois mis hijos, tenéis una hipoteca, una familia… Debo verlo con mis propios ojos».
La verdad, me alegré. Después de tantos años sin una visita, un mensaje o una simple llamada para preguntar cómo estábamos. Esperaba que quizá, con el tiempo, se ablandaría y podríamos acercarnos. La recibimos con los brazos abiertos: le mostramos su cuarto, le dimos un albornoz y zapatillas cómodas. Adrián y yo nos esforzamos mucho, aunque el trabajo y las obligaciones nos agobiaban. Pero era una invitada mayor, necesitaba atención.
Los primeros días transcurrieron en calma. Sin incidentes. Hasta que llegó el sábado. Como estaba agotada de la semana, me permití dormir un poco más. Adrián, en cambio, se levantó temprano. Es así—cariñoso, atento, le encanta hacernos favores. Aquel día decidió prepararnos el desayuno a su madre y a mí.
A medio dormir, escuchaba el ruido de la cocina: el chisporroteo de la sartén, el café filtrándose, el aroma del pan tostado con mantequilla. Sonreí contra la almohada. Mi hombre. Mi Adrián, siempre tan considerado. Pero aquella tranquilidad duró hasta que Valentina Martín entró en la cocina como un temporal.
Su voz atravesó la puerta cerrada:
—¿Qué burrada es esta? ¡¿Qué estás haciendo, hijo mío?! ¡¿Delante de los fogones?! ¡¿Con un delantal puesto?!
—Mamá, solo quería prepararos el desayuno. Llegaste cansada, Lucía está durmiendo… que descanse. Además, me gusta cocinar, ya lo sabes…
—¡Quítate esa vergüenza ahora mismo! ¡Un hombre en la cocina es un deshonor! ¡Para esto no te crié! Tu padre jamás lavó ni su propio vaso, ¡y tú aquí friendo tortillas como una asistenta! ¿Y Lucía? ¿Por qué sigue en la cama? ¡Esa es su obligación, no la tuya! ¡Te has convertido en un calzonazos, da pena verte!
Me quedé en la habitación, aferrada a la manta, sin saber si reír o salir a defenderlo. Sus palabras me revolvían el estómago. Me daba pena por Adrián, rabia por mí y miedo de que aquella visita arruinara nuestra relación para siempre.
Salí cuando ya estaba fuera de control. Adrián seguía con la espátula en la mano, la tortilla chamuscándose. Valentina Martín temblaba de indignación, mascullando algo sobre «hombres que ya no son hombres» y «falta de respeto».
Tuve que prepararle una tila; si no, nos daba un infarto allí mismo. Me senté a su lado, le tomé la mano y le expliqué con calma:
—En nuestra casa las cosas son distintas. Somos compañeros. Yo cocino, limpio, lavo y trabajo. Pero Adrián también ayuda. Le gusta cocinar. Porque me quiere, porque nos cuida. ¿Eso es malo?
Pero no escuchó. Su rostro era una máscara de desaprobación. No dijo nada, pero su mirada gritaba: «Le has quitado las agallas». Y cuando se marchó días después, sin siquiera un abrazo, supe que jamás aceptaría nuestro modo de vida.
Más tarde, Adrián me confesó que le había dicho a su padre por teléfono: «Nuestro chico ahora sirve a su mujer, el pobre, ni puede dormir… levantándose temprano para cocinar». Y yo pensé: qué triste—criar a un hombre para que tema ser amable. Para que su bondad se vea como debilidad. Para convertir el amor en «vergüenza».
No estoy enfadada. Me da lástima. Por ella, que vivió atada a los fogones como si fuesen cadenas. Por él, que tuvo que pelear por su derecho a ser un buen marido. Y por mí, porque alguna vez creí que podríamos llevarnos bien.
Pero al menos sé una cosa: mi hombre no es un «calzonazos». Es una persona que ama. Y si a alguien le molesta… allá ellos. Su problema, no el mío.