¿Te han dejado plantada? murmuró Cayetana al espejo, viendo cómo su reflejo permanecía impasible, sin una pizca de emoción.
El apartamento estaba vacío, el frigorífico zumbaba como intentando llenar el silencio. Se había acabado el café, la pasta de dientes; sólo quedaban una vieja manta, un paraguas roto y la sensación de que su vida se había venido abajo mucho antes de que el despido se volviera oficial.
Sin lágrimas se dio a sí misma. Levántate y encuentra algo que hacer. Tal vez irte a cualquier sitio, aunque sea por dos o tres días.
Sacó del armario la maleta desgastada que usaba para los viajes de trabajo: la esquina rasgada, la cremallera que nunca llegaba al final y el hedor a hoteles de moqueta. Curiosamente, aquel recuerdo le resultó reconfortante.
Tres días. A cualquier parte donde nadie tenga que preguntar.
Al mediodía, cuando Madrid se encontraba en pausa para la sobremesa, llegó a la estación de Atocha. El sol golpeaba su rostro, la gente se desplazaba como una corriente, y sus pensamientos se perdían en la nada. El tren partía en una hora, y la maleta parecía más pesada que nunca.
Fue entonces cuando la vio.
Sentado en un banco, un perro gris y desgreñado, con los ojos opacos como una ropa vieja empapada de lluvia. A su lado, una bolsa de tela abandonada, como si su dueño la hubiese dejado allí y nunca regresara.
Cayetana se acercó. El animal no se movió, sólo cruzó la mirada. En su collar colgaba una etiqueta gastada pero legible:
«Si lees esto, por favor ayúdame a volver a casa».
¿Broma? preguntó, sin poder evitar la risa. ¿O lo hablas en serio?
El perro no respondió, sólo respiró tranquilamente, como si supiera que ella volvería.
Cayetana se alejó, compró su billete y se sentó en otro banco, a unos metros de distancia. El perro observaba a los transeúntes sin elegir a ninguno.
¿Qué esperas? le preguntó, burlándose. ¿Tienes GPS incorporado?
Ninguna reacción. Sólo una mirada cargada de una silenciosa esperanza.
Cuando llegó el tren, Cayetana se levantó. El perro no la siguió, pero giró la cabeza como si le indicara la dirección, y eso bastó.
Muy bien. No sé a dónde vas, pero vas a viajar conmigo tres días. Llegaremos a un pueblo y entonces veremos qué hacemos.
El perro se levantó y, sin correa, sin prisa, comenzó a seguirla como si siempre hubiese sabido que sus caminos se cruzarían.
En el vagón, la azafata le preguntó:
¿Con perro?
Sí.
¿Documentos?
¿Él? No lo creo. Yo tengo pasaporte.
Entonces está bien, solo que se porte tranquilo.
Es de silencio.
El can se acomodó bajo el asiento, sin alboroto. Cayetana, medio dormida, dejó que el sonido del tren la arrullara. Dos horas después, el animal apoyó su cabeza sobre su pierna. Por primera vez en días, sintió que no estaba sola.
Al llegar a una vivienda alquilada que consiguió a través de conocidos, encontró dos habitaciones: una con ventana, otra sin ella. Optó por la segunda; al perro no le importó.
¿Cómo te llamas? le pidió, mientras él la miraba fijamente.
No lo sé pareció responder. Pero te llamaré Polvo, por ese gris apagado que llevas.
Al día siguiente, el autobús hacia el pueblo partió antes de lo previsto. Cayetana decidió caminar. Polvo avanzaba delante, a veces se detenía para asegurarse de que ella lo seguía.
Los árboles bordeaban el camino; los coches escasamente pasaban. Caminaba sin rumbo, sin horarios, como hacía mucho tiempo que no hacía.
En un momento, Polvo giró inesperadamente.
No es por aquí exclamó ella, pero él no miró atrás.
Al cabo de unos minutos regresó y se quedó a su lado, como diciendo: «Vale, seguimos tu ruta».
Entraron en una taberna de carretera: sopa de sobre, té en vaso de cristal y pan con el olor a humedad del congelador. Polvo sólo comió cuando ella le ofreció, y lo hizo con una delicadeza que la desconcertó.
¿Dónde aprendiste a comportarte así? indagó.
Él permaneció callado, tenso, cuando un hombre con chaqueta roja cruzó el umbral.
Al caer la noche, volvieron al apartamento. Polvo se acurrucó en la puerta, Cayetana se dejó caer en el sofá, sumida en la penumbra.
Eres extraño, muy tranquilo. Como si todo esto ya lo hubieras vivido.
El perro exhaló un suspiro profundo, como si guardara sus propias historias sin palabras.
Bajo la manta, Cayetana recordó la última vez que alguien había caminado a su lado sin pedir nada a cambio. Se quedó dormida sin sueños.
A la mañana siguiente, Polvo estaba a la puerta, listo para seguir. Cayetana tomó su chaqueta y, sin contemplar regresar a la ciudad, se dejó llevar por él. Esa simple decisión bastó.
Al llegar al pueblo, le pareció que el lugar los había esperado desde siempre; el sendero conocía sus pasos, los corrales se alineaban como preparando el pasaje para alguien que, por fin, cruzaría.
Una casa de una anciana se alzaba en la periferia, con la verja oxidada, el buzón maltrecho y el tejado a punto de ceder bajo el primer viento fuerte. Cayetana introdujo la llave, inhaló el aroma a polvo, madera y años pasados, y sintió que volvía a sí misma, a una versión que había dejado atrás.
Polvo no entró; se quedó a la verja y, al ver a Cayetana, giró hacia un sendero cubierto de hierba y saltó sobre una cerca rota.
¿A dónde vas? gritó ella. ¿Después de tres días, nos dices adiós?
El perro no giró la cabeza.
¿En serio? Llevamos tres días juntos y ahora te vas como si fuera nada.
Cayetana lo siguió. Él avanzó con la seguridad de quien conoce cada bache, cada campo inclinado.
Al final, llegaron a una casucha casi invisible, con la chimenea torcida, persianas de madera y un letrero que decía: «Calle Lago, 3». En la verja colgaba una nota descolorida pero legible:
«El propietario ha fallecido. Casa cerrada. Preguntar a María la Portera, quinta puerta a la izquierda».
Cayetana miró a Polvo.
¿Esto es lo que buscabas? preguntó.
Él se sentó, sin emitir sonido, como esperando que ella lo comprendiera.
María la Portera, una mujer de setenta años con delantal descolorido, movía los sobres con manos rápidas y una voz firme pero amable.
Ah, Pashka Que descanse en paz dijo. Era buen hombre, poco hablador, pero siempre con su perro, como familia. ¿Este es el suyo? Lo encontré perdido, con una placa que decía: «Ayúdame a volver a casa».
Cayetana explicó la inscripción del collar. María, entre lágrimas, contó que el perro había desaparecido tras el funeral del dueño y que la placa había sido su último deseo.
Este perro es especial añadió. Cuando estaba triste, guardaba silencio. Cuando estaba feliz, parecía saber que la felicidad se dice en silencio.
Al anochecer, Cayetana abrió la casa de la anciana, desplegó la manta, preparó té en una tetera de hierro. Polvo se acomodó en el umbral.
Sabías a dónde íbamos, ¿verdad? le preguntó.
El interior olía a madera, a tierra y a algo familiar. Encendió una lámpara, sacó un álbum de fotos y recordó las palabras de su abuela: «Si una persona está sola, necesita un animal para compartir el silencio». Comprendió que no quería volver a su antigua vida.
Esa noche, Polvo desapareció. Regresó una hora después, cubierto de barro, con un álbum de fotos entre los dientes. En la primera página apareció un hombre de cincuenta años con el mismo perro a sus pies, la casa y un cartel que decía: «No nos toquen. Ya hemos estado en todas partes». Más adelante, la foto del collar con la frase ya conocida y una anotación: «Si desaparezco, sigue caminando hasta que alguien escuche tu paso».
Al día siguiente, Cayetana compró en el pueblo un martillo, pintura y comida para perros, y empezó a arreglar la casa. Polvo reclamó el sillón junto a la ventana, y de vez en cuando traía trofeos: una tabla oxidada de la parada del autobús. Cayetana, riendo, le dijo:
Eres el archivista del pueblo.
Semanas después, el veterinario local examinó al can: ocho años, huesos firmes, una fractura antigua en una pata. Le aseguró que viviría mucho tiempo más. Polvo se quedó vigilante en la puerta, como guardián.
Un mes después, Cayetana escribió una carta a su versión citadina, cansada: «Eres valiente por haberte ido. Si decides volver, pregúntate por qué. Aquí respiro distinto. Aquí está Polvo. Y yo. Estamos vivos». Quemó la carta en el patio y el perro apoyó su hocico contra su bota.
No sabía si quedaría allí para siempre, pero siguió adelante, sin el peso de la pérdida, acompañada del silencio compartido de un perro que, a su modo, había encontrado el camino a casa.







