Te fuiste para que ella naciera

Lucía puso la mesa, dejó el cocido al fuego y doró las empanadillas de carne y espinacas. Desde pequeña creía que el camino al corazón de un hombre pasaba por el estómago. Se esforzaba, esperaba, confiaba. Cinco años de matrimonio y nada. Ni pisadas de niños, ni llantos por la noche. Los médicos decían: “Hay esperanza”, pero su marido rehuía las pruebas. Daniel se distanciaba cada vez más, volviéndose irritable, frío, explosivo. Y su suegra no perdía ocasión para culparla.

—No me das nietos porque no puedes —gritaba Carmen—. ¡Mi hijo está sano, tú serás la problema!

Lucía lloraba en silencio. Visitó decenas de médicos, se sometió a tratamientos, hizo análisis. Todo inútil sin la colaboración de Daniel. Pero él no veía necesario apoyarla—salía dando portazos, gritando que solo les unía la hipoteca.

Aun así, ella seguía esperando.

…Esa noche, como siempre, Lucía lo esperó. El aroma de la comida llenaba el aire, pero en lugar de un saludo, escuchó:

—¿Qué desorden es este? —gruñó Daniel al ver los platos sucios.

—Estaba cocinando… —intentó explicar, pero él la interrumpió.

—Da igual. Siéntate. Tengo algo que decirte.

Su corazón latió más rápido.

—Todo esto… —dijo, señalando la cocina—. Lo nuestro… no tiene sentido. Tengo a otra. Nos queremos. Voy a pedir el divorcio.

Quedó petrificada. Un momento antes, las empanadillas humeaban en la mesa; ahora, su vida se desmoronaba.

—¿Y nuestros planes? ¿Nuestros sueños? —susurró.

—Tengo otros planes ahora. Quiero un hijo… pero con otra mujer.

Se fue. Para siempre.

Lo que siguió fue una pesadilla: juicios, reparto de bienes, reproches. Carmen exigía el piso—su “niño de oro” no había dado un heredero. Nadie compadecía a Lucía. Ni su madre podía consolarla.

—Eres joven aún —le decía Rosa—. Esto es solo el principio.

—No quiero amor ni hombres —lloraba Lucía—. Estoy rota.

Pero Rosa no se rindió. La llevó a médicos, la sacó de la depresión, le insistió en que no se diera por vencida.

Lucía cedió—solo por ella. Más pruebas, tratamientos, trabajo, algún encuentro con amigas. Intentó olvidar el pasado. Hasta que apareció Javier.

—No pregunto por lo que fue —dijo él—. Quiero construir algo contigo.

—Pero quizá no pueda darte un hijo —confesó.

—Pues tendremos un gato. O un perro, si quieres. Lo importante es estar juntos.

Se fueron a vivir juntos. A los cinco meses se casaron. Compraron un piso, adoptaron un gato. Lucía volvió a reír. Aprendió a ser feliz—y lo logró.

Cinco años después, nacieron sus hijos: Martina y Miguel. Aún le costaba creerlo. Amaba y era amada. Vivía en paz.

Hasta que un día tropezó con Carmen.

—Te ves bien —dijo burlona—. ¿Encontraste otro adinerado?

—Solo soy feliz —respondió con calma—. ¿Y usted?

—Sufro con Daniel —suspiró la suegra—. Va por la tercera mujer. Ninguna sirve. Resulta que tú eras la mejor.

Lucía sonrió sin responder. No quería regodearse.

—¿Tienes hijos? —preguntó Carmen.

—No somos tan cercanas para hablar de eso —dijo cortésmente.

—Es que Daniel no ha tenido… ¿Seguro que no quieres intentarlo de nuevo? —gritó detrás de ella.

—No, gracias —contestó al alejarse.

Al doblar la esquina, por fin entendió: todo había pasado por algo. Se fue quien no debía quedarse… para que llegara quien la esperaba de verdad.

Y con él, los que ahora le daban sentido a su vida.

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MagistrUm
Te fuiste para que ella naciera