Llevaba tiempo sintiendo que su relación con Javier estaba hecha añicos. Los sentimientos se habían enfriado, el amor había dado paso a la rutina, las conversaciones escaseaban y los reproches se acumulaban. En el aire flotaba una tensión palpable, como antes de una tormenta.
Elena optó por esperar, engañándose pensando que las cosas mejorarían. Si indagaba demasiado, podría descubrir algo con lo que ya no podría convivir. ¿Y entonces qué? Tenían una hija en común. Debía pensar en ella.
Cocinaba, mantenía el piso impecable, vigilaba que su hija no llegara demasiado tarde y hacía los deberes a tiempo. Últimamente, Lucía tenía sus propios secretos de adolescente. Es lo que tenía crecer. Y Javier… Javier traía el sueldo. Eso era todo su aportación a la familia.
No soltaba el móvil, absorto como un crío.
De pronto, Elena enfermó. Fiebre alta, dolor de cabeza, el cuerpo hecho polvo. Le pidió a Javier que preparara la cena. Lucía andaba otra vez por ahí con las amigas.
—Bueno, con un té y unos bocadillos nos arreglamos—contestó él.
Elena estaba demasiado mal para discutir. Pasó dos días en un duermevela. Al mejorar, entró en la cocina y vio platos amontonados en el fregadero, ni una taza limpia en el escurridor. La basura rebosaba, con cajas de pizza vacías encima. La lavadora, llena de camisas de Javier; arena crujiendo bajo los pies en el recibidor, la nevera vacía. Se puso a limpiar, cocinar y, al anochecer, cayó rendida.
Tras la cena, otra pila de platos sucios. Casi rompió a llorar. El resentimiento acumulado estalló.
—Basta. No soy tu asistenta. Trabajo igual que tú y luego hago lo de casa. ¿No podrías lavar al menos tu plato?
—Total, tú los lavarás igual—respondió él, imperturbable.
—Saca la basura mañana. Pondré la bolsa en la puerta.
—Vale—dijo, sin levantar la vista del móvil.
—No vale, que no se te olvide. Antes me ayudabas, hasta pasabas la aspiradora. No pido milagros, solo que tires la basura. ¿Me escuchas? ¿Con quién hablo? ¡Deja el maldito móvil!
—¿Qué? Ya hago bastante.
—¿El qué?
—¿A qué viene este drama? Eres mujer, es tu rollo. Yo pongo el dinero. ¿Qué más quieres? Con dos tías en casa, ¿voy a fregar yo?
—¿Has llamado “tía” a tu hija?—se indignó Elena.
—Por cierto, ¿dónde está? Culpa de tu educación, dejándola callejear. Te montas un pollo por un plato sucio.
—No es el plato, es tu ind—Es tu indiferencia, tu manera de usarme—, pero Javier ya había salido de la cocina, y al rato se oyó el portazo del baño.