**Diario Personal**
—¡Esfuérzate! —Tamara alzó las manos—. ¡Cuarenta años viendo tus esfuerzos! ¿Recuerdas cuando compraste la parcela en el pueblo?
—¿Cuántas veces vas a repetir lo mismo? —Tamara Gregorio lanzó un fajo de papeles sobre la mesa—. La oficina de pensiones pide un justificante de ingresos de los últimos cinco años, ¡y llevas tres meses enseñándome documentos inútiles!
—Toma, ya te lo expliqué —Víctor Samuel se encogió de hombros, culpable—. En el archivo dijeron que los documentos de 1998 se perdieron en la mudanza. ¿Qué puedo hacer?
—¿Has probado a usar la cabeza? —su esposa se levantó y recorrió la habitación—. ¿Preguntaste en la contabilidad de la fábrica? ¿Hablaste con el director? ¿O solo sabes encogerte de hombros?
Víctor frunció el rostro. Desde que se jubiló hace seis meses, cada día era una batalla. Tamara siempre encontraba motivos para reproches, y él se sentía como un niño regañado.
—La fábrica cerró hace años —musitó—. Y aquel director murió en los dosmil.
—¡Exacto! —Tamara se giró—. Debiste ocuparte antes, no esperar a que fuera urgente. Por tu dejadez, nos quedaremos sin el complemento de la pensión.
Víctor bajó la mirada. Ella tenía razón, como siempre. No se preocupó por los documentos a tiempo, confiando en que todo se resolvería. Ahora, sin el justificante, no recibiría el extra por antigüedad.
—Intentaré buscar en el archivo provincial —murmuró.
—Sí, claro, «intentarás» —Tamara volvió a revisar los papeles—. Como has «intentado» toda la vida. ¿Recuerdas cuando prometiste arreglar el empadronamiento de nuestra Leticia al casarse? Dos años de trámites, y al final lo solucionó ella.
Víctor suspiró. El tema del empadronamiento seguía siendo una herida. Prometió demasiado y solo desgastó a todos.
—¿Y si visitamos a Leticia? —propuso—. Trabaja en el ayuntamiento, quizá pueda ayudar.
—Leticia tiene su vida —cortó Tamara—. Deja de depender de ella. Asume tus responsabilidades.
*Responsabilidades.* Víctor sonrió amargamente. Toda su vida quiso ser un hombre de verdad: trabajó como tornero en la fábrica, mantuvo a la familia, sin vicios. Pero, con los años, solo se sentía un fracasado.
—Iré al archivo provincial mañana —dijo, levantándose del sofá.
—No olvides el DNI —advirtió Tamara—. Y apunta bien la dirección, no sea que te pierdas otra vez.
Víctor asintió y fue a la cocina. Los faroles del patio se encendían mientras oscurecía. Observaba el paisaje familiar, preguntándose cuándo su vida se torció.
Tamara no siempre fue así. Cuando se casaron hace treinta años, era dulce, comprensiva. Ahora, cada error suyo era motivo de sermón.
—Víctor, ¿cenarás? —preguntó ella desde la habitación.
—Sí, claro.
—Pues pela las patatas, que yo freiré las croquetas.
Víctor obedeció. El trabajo manual lo calmaba, pero sonó el teléfono.
—¡Papá, hola! —era Leticia—. ¿Qué tal?
—Cariño, ¡qué bien que llames! ¿Y la pequeña?
—Martita está bien, va a la guardería. Oye, mamá me dijo lo de los documentos para la pensión…
—Sí, no encuentro el justificante de ingresos. El archivo dice que se perdió.
—¿Has ido a la Seguridad Social? Allí guardan registros de tus cotizaciones.
Víctor se quedó pensativo. ¿Por qué no se le ocurrió?
—No, no he ido. ¿Crees que serviría?
—Claro. Lleva tus cotizaciones desde el 92. Ve mañana.
—Iré.
—Y papá… —su voz se suavizó—, no te angusties. Todo saldrá bien.
Colgó sintiendo alivio. Leticia siempre lo apoyaba, a diferencia de Tamara. Terminó de pelar y le contó a su esposa.
—¿Ves? —dijo ella—. Debiste ir allí primero, no perder el tiempo.
Víctor calló. Discutir era inútil.
Al día siguiente, fue a la Seguridad Social. La cola era corta, y pronto lo atendieron.
—¿Justificante de cotizaciones? —preguntó la funcionaria—. Claro, pero hay un vacío en 1998. No aparecen tus pagos de ese año.
—¿Cómo? —se confundió.
—La fábrica no envió esos datos. Necesitas un certificado de salario de entonces.
Su corazón se hundió. Otro callejón sin salida.
—Pero la fábrica ya no existe —balbuceó.
—Entonces, ve al archivo donde se guardaron sus documentos.
Anotó la dirección y regresó derrotado.
—¿Lo conseguiste? —preguntó Tamara.
—No. Piden un certificado de la fábrica.
—¡Te lo dije! —estalló ella—. ¿Cuándo pensarás?
—Toma, no grites —rogó él—. Lo intento.
—¡Intentar! —levantó las manos—. Cuarenta años de «intentos». ¿Recuerdas la parcela? Prometiste una casa y compraste un solar inundado. ¿Y el coche? Una ruina que se averió al mes.
Víctor se cubrió el rostro. Cada palabra dolía. Y lo peor: era cierto.
—¿Y si vamos con Leticia? —susurró.
—¡Deja de ser un niño! —Tamara se sentó a su lado, pero no para consolarlo—. Nuestra hija tiene su vida. ¿Cuándo te harás cargo?
*Hacerse cargo.* Víctor la miró. Antes admiraba su hombría; ahora solo veía debilidad.
—Trabajé toda la vida para manteneros —dijo.
—Sí, pero ¿de qué sirvió? Nunca luchaste por lo tuyo. ¿Recuerdas cuando te pasaban por alto en los ascensos? Otros se hacían jefes.
Lo recordaba. Nunca supo imponer