—¡Qué empeño! —Tamara alzó las manos al cielo—. ¡Cuarenta años viendo tu empeño! ¿Te acuerdas cuando compraste la parcela en el pueblo?
—¿Cuántas veces vamos a repetir lo mismo? —Tamara Gutiérrez lanzó un fajo de papeles sobre la mesa—. La oficina de pensiones pide un certificado de ingresos de los últimos cinco años, ¡y llevas tres meses trayendo papeles inútiles!
—Tami, ya te lo expliqué —Vicente Soria se encogió de hombros, avergonzado—. En el archivo me dijeron que los documentos de 1998 se perdieron en la mudanza. ¿Qué puedo hacer?
—¿Has intentado usar la cabeza? —su esposa se levantó y paseó por la habitación—. ¿Preguntaste en la contabilidad de la fábrica? ¿Hablaste con el director? ¿O solo sabes encogerte de hombros?
Vicente frunció el ceño, dolido. Desde que se jubiló seis meses atrás, cada día era una batalla. Tamara siempre encontraba algo que reprocharle, y él se sentía como un niño regañado.
—La fábrica cerró hace años —musitó—. Y el director de entonces murió en los dos mil.
—¡Exacto! —Tamara se giró hacia él—. Había que ocuparse de esto antes, no esperar a que fuera urgente. Por tu dejadez, nos vamos a quedar sin el complemento de la pensión.
Vicente bajó la mirada. Ella tenía razón, como siempre. No se había ocupado a tiempo, confiando en que todo se arreglaría solo. Pero ahora descubría que, sin ese certificado, no recibiría el extra por trabajo peligroso.
—Intentaré buscar en el archivo provincial —murmuró.
—Sí, claro, lo intentarás —Tamara volvió a sentarse y ordenó los papeles—. Como has intentado todo en la vida. ¿Te acuerdas cuando prometiste empadronar a Lourdes al casarse? Dos años dando vueltas por despachos, y al final ella lo solucionó sola.
Vicente suspiró. Lo del empadronamiento de su hija seguía siendo un tema espinoso. Había prometido mundos y solo había conseguido desgastar a todos.
—¿Y si vamos a ver a Lourdes? —propuso—. Ella trabaja en el ayuntamiento, quizá pueda ayudarnos.
—Lourdes tiene su vida —cortó Tamara—. Basta de cargarle nuestros problemas. Tú eres el hombre de la casa, ocúpate.
El hombre de la casa. Vicente sonrió con amargura. Toda su vida había intentado serlo: trabajó como tornero en la fábrica, llevó el sueldo a casa, no bebía, no fumaba. Pero, con los años, cada vez se sentía más fracasado.
—Vale, iré al archivo provincial mañana —dijo, levantándose del sofá.
—Que no se te olvide el DNI —advirtió Tamara—. Y apunta bien la dirección, no vayas a equivocarte como la última vez.
Vicente asintió y se fue a la cocina a tomar un café. Afuera caía la tarde, las farolas del patio se encendían. Mientras miraba el paisaje conocido, se preguntó cuándo se había torcido todo.
Tamara no siempre había sido así. Cuando se casaron, hacía treinta años, era dulce, comprensiva. Sabía animarlo cuando las cosas salían mal. Ahora, cada error suyo era motivo de reproches.
—Vicente, ¿vas a cenar? —preguntó Tamara desde el salón.
—Sí, claro.
—Pues pela las patatas, que yo haré las croquetas.
Vicente sacó las patatas y empezó a pelar. El trabajo mecánico lo calmaba, le evitaba pensar. Pero entonces sonó el teléfono.
—Papá, ¿qué tal? —era la voz de Lourdes.
—Cariño, ¡qué bien que llames! ¿Cómo está la pequeña?
—María está bien, va a la guardería. Oye, mamá me dijo que tenéis problemas con los papeles de la pensión.
—Sí, no encuentro el certificado de ingresos. En el archivo dicen que se perdió.
—Entiendo. ¿Has ido a la Seguridad Social? Allí deben tener registro de tus cotizaciones.
Vicente se quedó pensativo. Era obvio, ¿por qué no se le había ocurrido?
—No, no he ido. ¿Crees que servirá?
—Claro que sí. Llevan registro desde el 92. Ve mañana mismo.
—Vale, iré.
—Y papá —la voz de Lourdes se suavizó—, no te preocupes tanto. Todo se arreglará.
Tras colgar, Vicente sintió un alivio. Su hija siempre sabía animarlo, a diferencia de Tamara. Terminó de pelar las patatas y fue a contárselo a su esposa.
—¿Ves? —dijo Tamara al oír lo de la Seguridad Social—. Había que empezar por ahí, no perder el tiempo en archivos.
Vicente calló. Discutir era inútil; ella siempre tendría la última palabra.
A la mañana siguiente, fue a la Seguridad Social. La cola era corta, y pronto habló con una funcionaria.
—¿Certificado de cotizaciones? —repitió la mujer tras el mostrador—. Claro, pero hay un problema: en su historial falta 1998.
—¿Falta?
—No aparecen las cotizaciones de ese año. Quizá no las reportó la fábrica.
—¿Y ahora qué hago?
—Necesita un certificado de su salario de ese año.
El corazón de Vicente se hundió. Otra vez lo mismo.
—Pero la fábrica cerró —balbuceó.
—Entonces, vaya al archivo de la empresa. Los documentos deberían estar allí.
La funcionaria le dio la dirección. Vicente la anotó y salió, desanimado.
—¿Y? ¿Lo conseguiste? —preguntó Tamara al llegar.
—No. Necesito un certificado de la fábrica.
—¡Te lo dije! —estalló ella—. ¡Hay que pensar antes de actuar!
—Tami, no grites —rogó él—. Lo estoy intentando.
—¡Sí, claro! —Tamara alzó las manos—. ¡Cuarenta años de intentos! ¿Te acuerdas de la parcela? Prometiste una casa con jardín, ¡y compraste un solar lleno de maleza! ¿Y el coche? Un cacharro que se rompió al mes.
Vicente se sentó en el sofá y se cubrió la cara. Cada palabra le dolía. Y lo peor era que ella tenía razón: con la parcela no había revisado los papeles, y el coche lo compró por impulso.
—¿Y si vamos a ver a Lourdes? —susurró.
—¡Pero qué infantil eres! —Tamara se sentó a su lado, pero no para consolarlo—. Nuestra hija tiene su vida, y tú, como un crío, quieres que te resuelva todo. ¿Cuándo vas a ser un hombre de verdad?
Un hombre. Vicente alzó la vista y la miró. Ella solía admirar su fortaleza, lo llamaba su roca. Ahora…
—He trabajado toda la vida, he mantenido a la familia —dijo.
—Sí, pero ¿de qué sirvió? —replicó Tamara—. Nunca supiste luchar por lo tuyo. Siempre cediendo. ¿Te acuerdas de los ascensos en la fábrica? Te los daban a otros, y tú ni protestabas.
Vicente lo recordaba. Varias veces le prometieron un puesto mejor, pero al final se lo daban a otro. Nunca supo imponerse.
—No me gusta ser agresivo —se defendió.
—¡Ese es el problema! —Tamara se levantó—. Y ahora, ¿qué tenemos? Una pensión miserable, problemas con los papeles, y puede que ni el complemento. ¡Por no saber defenderte!
Vicente calló. Era la verdad, dura pero cierta. Siempre había






