—¡Te va a encantar, mamá! Es una maravilla —dijo Iker entusiasmado.
—¿Y no te cansarás de vivir con una maravilla? —respondió Alejandra con ironía mientras removía la paella en el fuego.
Desde que enviudó ocho años atrás, seguía cocinando con el mismo esmero, esperando a su hijo como antes lo hacía con su marido.
El cerrojo de la puerta sonó y la voz de Iker resonó en el recibidor:
—Mamá, ya estoy en casa.
—Ya lo veo —contestó Alejandra, sonriendo.
—¿Qué hay hoy? ¿Albóndigas, patatas fritas? —Iker la abrazó por detrás y olfateó el aroma de sus patatas favoritas con cebolleta.
Alejandra apagó el gas y tapó la sartén.
—Vienes contento. ¿Qué ha pasado? —Sabía distinguir su estado de ánimo por el tono de voz.
Iker se separó un poco.
—Mamá, me voy a casar.
—Bien, ya era hora. ¿Y Marta no viene a vernos? —Alejandra se giró hacia él, observando su expresión sombría.
—Me caso con Aroa.
Un escalofrío recorrió la espalda de Alejandra. Su hijo ya era un hombre hecho y derecho, y solo la abrazaba cuando tenía algo importante que decir.
—Un nombre prometedor. ¿Y Marta?
—Marta se casa el sábado. No quiero hablar de eso, mamá. Vamos a cenar.
—Me alegra que su boda no te quite el hambre. Lávate las manos.
Alejandra le sirvió un plato de patatas y se sentó frente a él, apoyando la barbilla en la mano mientras lo veía comer.
—¿Y esa Aroa? ¿Quién es?
—Es una buena chica. Ya lo verás. Quiero que la conozcas. ¿El sábado, por ejemplo? —Dejó el tenedor y la miró—. Te va a gustar, te lo aseguro. ¡Es una maravilla!
Algo parecido había dicho de Marta. Que esta había elegido a alguien con más dinero, lo supo por su madre, amiga de la infancia con la que soñaban casar a sus hijos. Se encontraron por casualidad en el mercado, y la amiga le pidió disculpas por la decisión de su hija.
—Las maravillas duran poco. ¿Seguro que no te cansarás? —repitió Alejandra, irónica.
—Mamá, no es gracioso.
—No me estoy riendo. Cuéntame de ella. ¿Qué tiene de especial?
—¿Por qué te fijas en esa palabra? —Iker dudó—. Es profesora, da clases de lengua y literatura, aunque solo lleva un año. Es culta, formal. Me siento bien con ella.
—¿Y sus padres?
—Su padre es ingeniero, y su madre, ama de casa.
—¿Y es de…? —Alejandra dejó la pregunta en el aire.
—¡Qué más da de dónde sea! —se defendió Iker.
—Claro, claro. O sea, no es de aquí. ¿Vivirán en esta casa?
—Si te molesta, nos buscaremos un piso —dijo, mirándola fijamente.
—No, para nada. Estaré encantada. ¿Qué voy a hacer yo sola? Esperaré nietos. Si no nos llevamos bien, siempre podéis iros.
—Aroa no quiere tener hijos aún, quiere ganar experiencia.
—Aroa no quiere, Aroa ha decidido… —repitió Alejandra, burlona—. Bueno, invítala a comer, tu maravilla.
Alejandra se levantó y recogió el plato vacio.
—Eres la mejor madre del mundo —dijo Iker, también de pie.
—Espero que no lo olvides cuando te cases.
Mientras fregaba, Alejandra reflexionó: *”Profesora. Las tardes corrigiendo exámenes, los fines de semana de excursión con los alumnos…”* Suspiró. *”Cómo ha crecido Iker… Ojalá su padre lo hubiera visto.”*
El sábado, Alejandra se levantó temprano para cocinar. Iker tardó en vestirse, eligiendo una camisa y una corbata a juego. Luego salió a buscar a Aroa.
Alejandra intentaba imaginarse a la maravillosa profesora, pero solo le venía a la mente Carmen Sevilla en *”La violetera”*.
Aroa resultó ser una chica menuda, pelo lacio y ojos grandes. No era especialmente bonita, más bien discreta. Comió poco, elogió cada plato con moderación y apenas probó el vino. Iker tampoco bebió, pendiente de ella.
—No te cortes, Aroa —la animó Alejandra.
*”Nerviosa, me tiene miedo. Es la primera vez que ve a la suegra”*, pensó. *”¿Qué le habrá visto Iker? ¿O es para fastidiar a Marta?”*
Dos meses después, celebraron una boda discreta. Vinieron los padres de Aroa. Su madre, callada y sumisa. Su padre, bromista, contó que de joven se enamoró de la Aroa de *”La violetera”*, y por eso le puso ese nombre.
—El personaje lo interpretó Carmen Sevilla. Hubiera sido mejor llamarla como la actriz —comentó Alejandra.
—Yo se lo dije, pero no me hizo caso —musitó la madre de Aroa, bajando la mirada.
—¿Y a usted la llamaron por la reina Alejandra? —replicó el padre.
—Ojalá. Mis padres querían un niño. Por eso me pusieron Alejandra.
Era una pareja extraña. Él bebía y alababa a su hija. Ella apenas hablaba, recta como un mástil.
Los padres de Aroa trajeron sábanas, manteles… Una dote generosa al más puro estilo tradicional. El padre mandaba, y la madre no hacía nada sin su permiso. Alejandra, cortés, también les dio regalos.
Tras la boda, Aroa e Iker volvieron a casa. Alejandra limpiaba y cocinaba mientras ellos trabajaban. Aroa nunca ofrecía ayuda. Si se lo pedían, lo hacía de mala gana.
El descontento crecía. Aroa estaba acostumbrada a que su madre lo hiciera todo, pero Alejandra no era su sirvienta. Decidió hablar con ella.
Una mañana, Iker pronunció mal una palabra. Aroa lo corrigió al instante. Él se turbó, pero volvió a equivocarse. Y ella lo corrigió otra vez.
Alejandra no dijo nada, pero le dolió por Iker.
—Gracias por educar a mi hijo —le dijo a Aroa al llegar del instituto—, pero hazlo en privado. Es un hombre, no lo humilles.
—No soporto escuchar errores —respondió Aroa, fría.
—Tu padre también los comete, y no lo corriges.
Aroa no supo qué contestar y se fue. *”Ahora se quejará con Iker”*.
Y así fue. Esa noche, Iker anunció que se mudarían.
—¿Se ha ofendido? Espero que sepas lo que haces —dijo Alejandra.
—¿Tú no te has ofendido?
—No. Soy la mejor madre del mundo —respondió, resignada.
Al principio, los amigos llamaban a Iker para salir, pero Aroa siempre estaba ocupada. Las llamadas cesaron.
Alejandra siguió cocinando sola. Un día, Iker pasó por un libro y olió sus patatas con cebolleta. Alejandra le sirvió un plato. Él comió con avidez.
Notó que estaba más delgado, serio. *”El amor no alimenta. Seguro que Aroa solo hace pasta o pizza.”* Le dio las albóndigas para llevar. Desde entonces, Iker volvió a visitarla, sobre todo los fines de semana, cuando Aroa llevaba a los alumnos de excursión.
Dos meses después, Iker llegó con una maleta.
—¿Os habéis peleado?
—No, mamá. Estoy—Es solo que necesito un tiempo para pensar —contestó Iker, dejando caer la maleta en el suelo mientras Alejandra, con un nudo en la garganta, asintió en silencio, preparando mentalmente la habitación de siempre para recibirlo de vuelta al calor de su hogar.