Te elegiré a ti…

**Te elijo a ti…**

En el primer día de clase en la universidad, dos chicas se fijaron la una en la otra al instante. Las dos eran guapas, incluso algo parecidas. Desde entonces, siempre se las veía juntas.

Lucía pensaba que merecía algo mejor que pasar toda su vida en un pueblito de provincias, como sus padres. Su madre era dependienta, su padre albañil y, como no, también le daba al vino. Tras acabar el instituto, anunció que se iba a Madrid a estudiar.

Sus padres suspiraron, pero no la disuadieron. Pensaron que quizás a ella le iría mejor que a su hermana mayor, que se casó mal y ahora criaba sola a sus dos hijos. No podrían mandarle mucho dinero, pero sí enviarle verduras de su huerto y conservas cuando pudieran. La vecina era revisor de trenes y cubría precisamente la ruta hacia Madrid.

Al llegar a la capital, Lucía decidió que haría lo imposible por no volver a su pueblo. Se hizo amiga de Carla, entre otras cosas, porque era madrileña de toda la vida. Su padre era médico, su madre economista, una familia respetable, de las de bien.

Carla se apiadaba de Lucía, y esta se aprovechaba. Que si las botas se le rompían y no tenía para unas nuevas, Carla le prestaba un par sin dudarlo. Que si no tenía qué ponerse para una fiesta, Carla le regalaba un vestido nuevo, total, tenían la misma talla. Y cuando venían los exámenes, Lucía se quedaba a dormir en su casa, porque en la residencia no se podía estudiar.

Lucía odiaba estudiar, pero se pasaba las noches en vela con los libros, aunque lo que le apetecía era ir de fiesta. «Ya llegará el día—pensaba—, cuando consiga quedarme en Madrid, entonces sí que me lo pasaré bien».

A Carla, en cambio, todo le salía sin esfuerzo. Lucía le envidiaba en silencio. Y como suele pasar en estos casos, las dos se enamoraron del mismo chico: atractivo, deportista, hijo de un militar destinado en una base cercana. Pronto formaron un trío inseparable.

«Dani, ¿vas con ellas por turnos o todas juntas? Comparte una», le gastaban bromas los compañeros.

Hasta los profesores bromeaban, preguntando de cuál de las dos estaba enamorado.

Dani no hacía caso. Le gustaba más Carla, tranquila y dulce, pero no se atrevía a demostrarlo, para que no pensaran que la elegía por ser de Madrid.

En clase, su rodilla rozaba «sin querer» la de Carla, se inclinaba como si fuera a decirle algo al oído. Lo que nadie notaba, Lucía lo captaba al instante por las miradas tensas. Y entonces la invadía una rabia sorda. «Menuda suerte tiene Carlita—pensaba—, nació aquí, con padres cultos, y encima se lleva al mejor chico».

Cansado de esconder lo que sentía, Dani le confesó su amor a Carla, y a Lucía cada vez le dejaba más claro que sobraba. El trío se deshizo. Lucía no estaba dispuesta a perder a Carla… ni a cederle a Dani.

Así que empezó a maquinar cómo restaurar la justicia y evitar que la relación prosperara. De frente no se podía, tenía que lograr que discutieran y rompiesen. Además, no había tiempo que perder: terminaban tercero, quedaba solo la sesión de exámenes. «¿Y si terminan casándose en cuarto?».

«Ojalá se rompa una pierna y tenga que quedarse en casa. Aunque no, Dani la llevaría en brazos. Mejor que le salgan granos. Le compraré fresas…», pensaba Lucía.

Pero el destino protegió a Carla. No se rompió nada, y las espinillas le brotaron a Lucía.

Justo antes de los exámenes, la madre de Dani enfermó gravemente. Acordó con la facultad examinarse en septiembre y se fue a casa. Hacía un calor veraniego, raro para Madrid. Días de playa, no de libros. Tras el primer examen, las amigas paseaban por la ciudad cuando Lucía se detuvo frente al escaparate de una tienda de vestidos de novia.

«¿Cuál te gustaría para tu boda?», le preguntó a Carla.

«No sé, no he pensado en eso».

«Venga ya, todas soñamos con un vestido blanco. A mí me encantaría este—señaló uno con vuelo amplio—. ¿Me favorecería? Oye, ¿y si entramos a probárnoslos? Total, es gratis».

«Ni loca, con este calor me asaré en esas telas. Vamos mejor por un helado», insistió Carla.

«Porfa, solo uno. Yo seré la novia, tú la dama de honor. ¡Vamos!»

«Probarse un vestido sin compromiso da mala suerte», advirtió Carla.

«Tonterías, son supersticiones viejunas. ¿O acaso esperarás al último día para elegirlo? Todo el mundo lo hace, y se casan».

Al final, Carla cedió.

Dentro, las recibió una dependienta aburrida y achicharrada. Lucía, en su papel de novia, examinó los vestidos con ojo crítico, eligió el suyo y entró al probador. Carla reconoció que le quedaba precioso. «Para casarse hoy mismo, si tuviese con quién».

«Tenemos otro modelo precioso, pero pocas pueden llevarlo. Es ideal para ti—le dijo la vendedora a Carla—. Si te gusta, te haré un buen descuento».

«Pero si no me caso yo, es mi amiga».

«Eso tiene solución. Pruébatelo».

Y Carla entró al probador. Cuando salió, a Lucía se le cortó la respiración. El vestido parecía hecho para ella, ajustado, elegante sin necesidad de adornos.

«Le falta un velo», murmuró Lucía.

«Para este corte, mejor una diadema—sugirió la vendedora—. ¿La pruebo?».

«Sí, tráigala», dijo Lucía, disimulando su envidia. «Todo le sienta bien a esta insoportable». Se miró en el espejo, y su vestido le pareció vulgar.

La vendedora le colocó una ramita de pedrería en el pelo.

«¿Puedo hacerles una foto? Les queda genial».

«Yo también—Lucía sacó el móvil—. Sonríe. Ahora voltéate. Así. Perfecto».

«Bueno, ya está, fue divertido», dijo Carla y volvió al probador.

Lucía se quedó sola, y entonces surgió la idea: esas fotos eran la herramienta perfecta para separarlos. Revisó las imágenes en su teléfono. Carla parecía una novia de verdad. «Con un poco de retoque…—pensó—se las mando a Dani: ‘Mira, tú fuera, y tu chica aquí, casándose’.». En una foto, el reflejo del escaparate mostraba a un chico hablando por teléfono. «El novio esperando a la novia…». Lucía contuvo un grito de júbulo. ¡Era perfecto!

Cuando Carla salió, Lucía siguió su farsa.

«Me encanta este. Si no encuentro algo mejor, lo compraré».

Tras los exámenes, Lucía no volvió al pueblo. Su habitación ahora la ocupaba su hermana con los niños. Llamó para decir que había encontrado trabajo y no regresaría. Su madre se alegró: «Así no tendremos que enviarte dinero».

«Los niños de Olga crecen, necesitan tanto…».

«Increíble—refunfuñó Lucía—. Apenas dije que trabajo, y ya no quieren mandarme ni un euro».

«Es comprensible. Tu hermana está sola con los niños, también necesita ayuda», dijo Carla.

«¿En qué pensaba cuando los tuvo? Sabía que él la dejaría».

«Yo no te dejaré. Venga, mamá hizo cocido, vamos a casa».

Lucía se emocionó. «¿Qué haría sin ti?».

Un mesAños después, en aquel pueblo que tanto había despreciado, Lucía miró por la ventana del viejo autobús y vio a Dani y Carla paseando de la mano, riendo bajo el sol de la tarde, y por primera vez en su vida, sintió que la felicidad ajena no le dolía, sino que le daba paz.

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Te elegiré a ti…