—¿Sabes? Se ha vuelto imposible. Suspende las clases y llega tarde a casa…
Lidia Martínez dejó dos tazas de café sobre la mesa y acercó un plato de magdalenas a su amiga. Fuera, la lluvia fina de octubre caía sobre Madrid, pero dentro del piso hacía calor y todo era acogedor. Ana, como siempre, lucía impecable: peinado cuidado, un ligero maquillaje y un vestido elegante. A sus cincuenta y ocho años, sabía cuidarse bien.
—Lidia, muchísimas gracias por aceptar ayudarme —Ana tomó la taza y sonrió agradecida—. La verdad, ya no sabía a quién recurrir.
—Pero qué dices, Ana. Llevamos tantos años de amistad… Claro que te ayudo —Lidia se sentó frente a ella y la miró con atención—. Cuéntame todo desde el principio. ¿Qué le pasa a tu Javier?
Ana suspiró y se llevó las manos a las sienes.
—Es que no hay quien lo controle. Suspende todo, llega de madrugada… Y ayer encontré unas pastillas en su chaqueta.
—Dios mío —Lidia se llevó una mano al pecho—. ¿Drogas?
—No lo sé. Quizá. Me asusté muchísimo. Y él no me explica nada, solo me grita. Dice que no es asunto mío.
Lidia negó con la cabeza. Conocía bien a Javier, el nieto de Ana, un chico de diecisiete años que había perdido a sus padres y vivía con su abuela. Antes era un muchacho educado, pero últimamente se había vuelto hosco y distante.
—¿Y qué piensas hacer? —preguntó Lidia.
—Necesito dinero para un detective privado —Ana hablaba casi en un susurro—. Quiero saber con quién anda, dónde se mete. A lo mejor ha caído en malas compañías.
—¿Cuánto necesitas?
—Tres mil euros. Sé que es mucho, pero te lo devolveré en cuanto cobre la pensión.
Lidia no se lo pensó. Se levantó y fue al armario donde guardaba sus ahorros. Ana era su mejor amiga desde hacía más de veinte años. Se conocieron trabajando juntas, cuando ambas estaban casadas, criando a sus hijos y haciendo planes. Luego la vida las llevó a ciudades distintas, pero nunca perdieron el contacto. Se escribían, llamaban, se visitaban.
Cuando Lidia enviudó, fue Ana quien la sostuvo, quien la ayudó a superar el dolor. Y cuando a Ana le arrebataron a su hijo y su nuera en un accidente de tráfico, dejando al pequeño Javier huérfano, Lidia acudió enseguida. La ayudó con los trámites, con el funeral, con la custodia.
—Toma —Lidia le entregó un sobre con el dinero—. Y no hables de devolverlo. Si necesitas más, dímelo.
Ana cogió el sobre y abrazó fuerte a Lidia.
—Eres la mejor —susurró—. No sé qué haría sin ti.
Pasaron horas en la cocina, tomando café y hablando de la vida. Ana contó lo difícil que era para una abuela criar sola a un adolescente. Lidia dio consejos, compartió sus experiencias con su propio hijo.
—¿Y cómo está tu Pablo? —preguntó Ana—. Hace siglos que no lo veo.
—Bien. Tiene una familia estupenda, un trabajo estable. Solo que casi no llama, siempre está ocupado.
—Ya. Los hijos se van y cada uno a lo suyo.
Ana no se marchó hasta el atardecer. Lidia la acompañó hasta el ascensor, se despidieron y la puerta se cerró tras ella.
El piso quedó en silencio. Lidia recogió la mesa, regó las plantas de la ventana y se sentó frente al televisor. Pero no lograba concentrarse en la película. No podía dejar de pensar en Javier. Era un buen chico, educado, inteligente. ¿De verdad se habría metido en drogas?
Al día siguiente, Lidia fue al médico para una revisión. En la sala de espera estaba su vecina, Carmen.
—Hola, Lidia —la saludó—. ¿Qué tal? Hacía tiempo que no te veía.
—Bien, todo normal. Ayer vino Ana, mi amiga, con problemas por su nieto.
—¿Ana? ¿La que tiene ese coche negro tan lujoso?
Lidia se sorprendió. Ana sí había llegado en coche, pero nunca mencionó que fuera suyo.
—Puede ser. ¿Cómo lo sabes?
—La vi salir de tu portal. Un coche precioso, ¿no? Carísimo, seguro.
Lidia frunció el ceño. Si Ana tenía un coche así, ¿por qué necesitaba dinero prestado? Pero luego pensó que quizá no era suyo, que alguien la hubiera traído.
Una semana después, Ana llamó con buenas noticias.
—Lidia, ¡no vas a creerlo! Javier está bien. Las pastillas eran solo vitaminas. Le daba vergüenza decirme que va al gimnasio y toma suplementos.
—Menos mal —Lidia respiró aliviada—. ¿Y el detective?
—No hubo detective. Hablé con Javier y me lo contó todo. Resulta que está enamorado de una chica de su clase, por eso actuaba raro. Cosas de la edad.
Lidia sonrió. Los adolescentes eran complicados. Menos mal que todo se solucionó.
—El dinero te lo devuelvo la semana que viene, palabra —añadió Ana.
—No hay prisa, cuando puedas.
Colgaron, y Lidia se sintió más tranquila. Era bueno cuando los problemas se resolvían solos.
Pero Ana no devolvió el dinero. Ni en una semana, ni en un mes. Cuando Lidia se lo recordó con delicadeza, Ana se excusó.
—Lidia, lo siento, hay gastos imprevistos. Contraté un profesor particular de matemáticas para Javier, y no es barato. Dame un poco más de tiempo.
Lidia no insistió. Tres mil euros no eran poca cosa, pero podía esperar. Si era para la educación de Javier, valía la pena.
El invierno pasó volando. Ana apenas llamaba, siempre ocupada. Decía que Javier había mejorado, que incluso quería ir a la universidad.
En primavera, Lidia visitó a su hijo en Barcelona. Pablo la recibió en la estación, la abrazó, le preguntó por su salud. Vivía en un buen barrio, con su esposa y sus dos hijos.
—Mamá, ¿te acuerdas de Ana? —preguntó Pablo durante la cena—. Tu amiga.
—Claro. ¿Por qué?
—La vi hace poco en el centro. Salía de una tienda de lujo con bolsas. ¡Iba vestida como una millonaria!
Lidia lo miró fijamente.
—¿Seguro que era ella?
—Sin duda. Fue a casa cuando yo era pequeño. Quise saludarla, pero se subió a un coche y se fue.
—¿Qué coche?
—Uno carísimo. De esos que no se ven todos los días.
Lidia calló. Así que el coche sí era suyo. Y compraba en tiendas de lujo. ¿Entonces por qué pidió dinero prestado?
Volvió a casa con mal sabor de boca. ¿Había engañado Ana? ¿Por qué? ¿Para tres mil euros arriesgar una amistad de décadas?
Decidió investigar. Buscó el barrio donde vivía Ana. Las casas allí valían fortunas. Luego encontró el perfil de Javier en redes sociales.
Lo que vio la dejó helada. Javier parecía vivir bien: ropa cara, gadgets de última moda, fotos en cafés y discotecas. Nada de un adolescente problemático.
Siguió desplazando y encontró una foto que le aceleró el corazón. Ana y Javier posaban en un piso de lujo. La descripción decía: «Con mi abuela favorita en nuestra nueva casa».
Nueva casa. Así que se habían mudado. Y, por lo visto, a un lugar carísimo.
Lidia cerró el portátil y se quedó en silencio. La imagen era