Te amo con más fuerza

**Diario**

No escuché el crujido de las ruedas de la camilla sobre el linóleo del pasillo del hospital, ni el apresurado taconeo de los médicos. La cabeza de Alba se movía ligeramente de un lado a otro, mecida por el vaivén del traslado. No vio el parpadeo de las luces fluorescentes sobre ella, ni oyó los gritos de Javier: “¡Alba! ¡Alba!” Tampoco notó cómo el médico le bloqueó el paso.

—No puede pasar. Espere aquí.

Javier se dejó caer en los asientos de plástico unidos frente a la puerta de cuidados intensivos, hundió los codos entre las rodillas y sepultó el rostro entre las manos. Ella no vio nada de eso. Volaba dentro de un torrente de luz, deseando solo que el viaje terminara y llegara la quietud.

***

Había actuado en una pequeña comedia durante el festival estudiantil del Día de la Mujer. Interpretaba a una universitaria que llegaba sin estudiar al examen e intentaba salir del apuro. El público reía y aplaudía con fuerza. Después vinieron los bailes, y Javier la sacó a la pista.

—Actuaste increíble, como una verdadera artista —dijo él con admiración sincera, mirándola fijamente.

—Ni siquiera debía estar ahí. Vega se echó atrás a última hora y salió corriendo. Estaba tan nerviosa que olvidé el guion y tuve que improvisar. Me temblaban las manos del miedo. —Los ojos de Alba aún brillaban por la emoción.

—No se notó en absoluto. Lo hiciste con seguridad. Deberías dedicarte al teatro.

Tras el baile, él la acompañó hasta la residencia y le dejó un torpe beso en la mejilla. Javier aún vivía con sus padres. Empezaron a salir y, un mes después, alquilaron un cuarto diminuto a una anciana viuda cerca de la facultad. Él tuvo que sostener una batalla campal con su familia, pero finalmente cedieron y aceptaron ayudar a los jóvenes enamorados.

La señora de al lado casi no oía, pero ellos, por precaución, subían un poco la música. Alba recordaba esa época como la más feliz de su vida.

—Te quiero mucho —susurraba Javier, jadeante, acurrucado junto a ella.

—Yo te quiero más —respondía ella, apoyando la mejilla en su pecho sudoroso.

—¡Imposible! Yo todavía más…

Era un juego que disfrutaban. Luego soñaban con terminar la carrera, conseguir trabajo, comprar un piso grande y tener hijos: un niño y una niña.

—No, primero la niña y luego el niño —corregía Alba.

—Y después, otro niño —añadía Javier, besándola.

Creían que nadie en el mundo había amado como ellos.

Sus compañeros envidiaban su felicidad; los profesores sonreían con nostalgia, recordando su propia juventud. Cuántas parejas como ellos habían visto, cuántas veces habían sido ellos mismos así antes de envejecer, repitiendo conceptos médicos a cabezas distraídas.

Tras graduarse, trabajaron dos años en una clínica dental pública antes de pasar a una privada, dirigida por un amigo del padre de Javier. Dos años después, este abrió una segunda sede y puso a Javier al frente.

Ganaban bien. Sus padres les ayudaron con la hipoteca. Tal como habían planeado, Alba dio a luz primero a una niña y, tres años después, sin salir de la baja maternal, a un niño.

Los abuelos se llevaban a los niños los fines de semana, dejándoles tiempo para descansar y estar solos. Una familia perfecta, guapa y feliz. ¿Qué más podían pedir?

Cuando el pequeño creció, Alba quiso volver a trabajar. Estaba harta de estar en casa y temía perder práctica.

—¿Para qué? Gano suficiente. Quédate con los niños —se opuso Javier de pronto—. Tengamos otro hijo. Mis padres están locos por los nietos y aún pueden ayudarnos.

Pero esta vez, Alba no conseguía quedarse embarazada. Pensó que el problema era suyo y se obsesionó, visitando médicos que no hallaban ninguna anomalía.

—No te agobies. Si no tuviéramos hijos, lo entendería. Pero ya tenemos dos maravillosos. No hay motivo para preocuparse —la tranquilizaba Javier.

Ella se calmó, pero insistió en trabajar.

—No me malinterpretes, pero no puedo contratarte en la clínica —dijo él de sopetón—. Primero, no es profesional que marido y mujer trabajen juntos. Segundo, llevas siete años sin ejercer. Has perdido práctica. Nadie te contrataría.

Y entonces, la armonía familiar se quebró. Alba cuidaba de los niños y la casa, pero cuando los abuelos se los llevaban, la abrumaba el tiempo libre. Un día, bebió vino para animarse. Notó cierto alivio, como si las preocupaciones se esfumaran. Se durmió en el sofá, sin que Javier llegara. Al despertar por la mañana, comprendió que él no había vuelto. Él contestó al tercer intento.

—No viniste anoche… —empezó Alba.

—Sí volví, pero estabas borracha y no te enteraste. —Su tono rezumaba irritación y, le pareció, hasta asco.

—Solo fue una copa. ¿Qué más puedo hacer? No me dejas trabajar, tus padres se han llevado a los niños…

—Les llamaré para que los traigan. Ahora debo trabajar —cortó él, colgando.

Alba estrelló el móvil contra la pared, observando cómo se hacía añicos.

¿Cuándo había empezado todo? Antes era perfecto. ¿En qué momento su vida se había roto como aquel teléfono? Caminó por el piso, moviendo objetos sin sentido. Necesitaba beber, pero no podía. Pronto llegarían Claudia y Lucas. Nadie debía verla así, menos los suegros. Pero el tiempo pasó, anocheció, el móvil estaba destruido. Bebió de nuevo y se durmió en el salón.

Oyó llegar a Javier y salió a su encuentro. Su aspecto pulcro y descansado la golpeó como un insulto. Comparada con él, parecía una mendiga.

—Qué bien luces. No parece que hayas trabajado dos días o dormido en la clínica. Y la camisa, nueva. No la recuerdo —dijo Alba, vigilando su reacción.

Él ignoró el comentario. Entonces, como si alguien la empujara, preguntó:

—¿Me engañas? Por eso no querías que trabajara. Para que no viera, no supiera… ¿Verdad?

—No digas tonterías. ¿Otra vez has bebido?

—Fue una copa, ¡pero ya me tratas como una borracha! —La ira la consumía.

La discusión escaló. Cuando él confesó que había otra mujer, que no quería volver a casa ni verla, Alba perdió el control y le abofeteó. Él alzó la mano.

—Adelante, golpéame, mátame. Toda la administración es tu paciente. Te absolverán. Luego te casarás con tu amante…

No entendió qué pasó. El golpe la lanzó contra la pared. El dolor en la mandíbula era insoportable, pero más el de su orgullo herido, su corazón destrozado.

¡La había golpeado! El mismo hombre que antes era tan tierno. Recordó cómo hacían el amor en aquel cuarto minúsculo, con la música alta, cómo competían por quién amaba más, soñando con una casa e hijos. Todo lo tenían, pero el amor se había esfumado, como si el bienestar material lo hubiera ahogado.

Arrancó su anillo de boda, corrió a la ventana y lo arrojó a la noche. Esperó que Javier hiciera lo mismo, pero al mirar su mano, notó que él ya no llevaba el suyo.

—Tú… —jadeó, la revelación la enloqueció: llevaba tiempo engañándola, y ella ni cuenta.

—TAlba miró a Javier, respiró hondo y, con una calma que nunca imaginó tener, dijo: “Vamos a hablar, pero esta vez de verdad,” mientras el peso de sus decisiones futuras se posaba, ligero y doloroso, sobre sus hombros.

Rate article
MagistrUm
Te amo con más fuerza