**Un pastel con dinero ajeno**
Recuerdo aquel día como si fuera ayer. La voz de mi suegra resonó en mis oídos, melodiosa pero cargada de intención: *”Andrés, hijo mío, el médico dice que necesito medicamentos caros Tú no dejarás sola a tu madre, ¿verdad?”*
En la cocina, el aroma a vainilla y café recién hecho envolvía el aire. Carmen acababa de sacar del horno un pastel de manzana y canela, su especialidad. La corteza dorada crujía bajo el cuchillo, y el calor del dulce parecía ahuyentar el frío de aquel otoño madrileño. Mientras colocaba las porciones en platos de porcelana, sonó el timbre: seco, insistente, como el tictac de un reloj que no espera.
En la puerta estaba ella: Valeria Montoya. Impecable, con su abrigo de cachemir color esmeralda y el pelo plateado recogido con elegancia. En una mano llevaba una caja de aquella pastelería de lujo donde un solo postre costaba lo que un día entero de mercado.
*”Carmencita, ¡qué alegría verte!”* Canturreó, abriendo los brazos para un abrazo que nunca llegaba sin motivo. *”Pasaba por aquí y pensé en visitaros. ¡Huele a gloria! Como en casa de mi abuela”*
Carmen esbozó una sonrisa tensa. Sabía lo que venía. Valeria había empezado a aparecer con frecuencia tres años atrás, después de que su marido, el padre de Andrés, las abandonara. Primero fueron cenas dominicales, luego ayudas con los gastos *”por lo mal que está la pensión”*. Pequeñas cantidades al principio: cincuenta, cien euros. Luego, doscientos, trescientos.
*”Andrés, cielo, el médico insiste en esos remedios nuevos Son carísimos, pero ¿qué le voy a hacer?”*
Él, bondadoso, nunca se negaba. Carmen intentó hablar, pero él solo fruncía el ceño: *”Es mi madre, Carmen. No la voy a abandonar.”*
Mientras, Valeria *”olvidaba”* mencionar que las medicinas ya estaban pagadas. El dinero se esfumaba en *”suplementos milagrosos”*, *”masajes terapéuticos”* o *”préstamos urgentes a amigas”*. Hasta que un día, Carmen vio en redes sociales una foto de su suegra en una cafetería de la Gran Vía, sonriente ante un café con leche y un pastel de frambuesa. La leyenda decía: *”Los dulces alegran el alma.”*
La víspera, Valeria había llamado llorando: *”Andrés, no tengo ni para las pastillas ¿Vas a dejarme morir?”*
Cuando Carmen le mostró la imagen a su marido, él palideció. *”Quizá era un día bueno Todos merecemos un capricho.”*
*”Andrés,”* susurró ella, con un nudo en la garganta, *”ella gasta tu sueldo en cafés mientras nosotros posponemos el lavavajillas. ¿No lo ves?”*
Esa noche, Valeria llamó entre sollozos. Andrés, irritado, le espetó: *”¡Siempre la misma historia! ¿Tan tacaña eres?”*
Carmen cerró la puerta del dormitorio. Fuera, la lluvia golpeaba los cristales.
Al día siguiente, Valeria llegó con crisantemos y una sonrisa de víbora. *”Carmen, entiendo tu preocupación, pero los mayores también necesitamos mimos.”*
*”Nosotros también tenemos necesidades,”* replicó Carmen, apretando la taza hasta sentir el dolor en los dedos.
*”¡Ay, hija! La vejez no perdona. Ayer casi me desmayo”*
Entonces sonó el teléfono. *”Mamá, ¿dónde estás?”* La voz de Andrés temblaba.
*”Aquí, con Carmen. Todo está bien, mi niño.”*
Carmen salió al balcón. El aire frío era un alivio.
Una semana después, reunió recibos, capturas de pantalla y fotos. Extendió todo sobre la mesa del salón. *”Mira, Andrés. Recibo de la farmacia: ochenta euros. Foto de tu madre en el teatro esa misma tarde. Mensaje de *’estoy muy mal’* seguido de un selfie en el spa.”*
Andrés palideció. Cuando Valeria llegó, él le mostró las pruebas. *”¿Es esto cierto?”*
Ella se derrumbó en lágrimas calculadas. *”Solo quería que me quisieras”*
*”¡Basta!”* Rugió él, por primera vez firme. *”No más mentiras. Si necesitas algo, lo hablamos. Pero no un euro más sin factura.”*
Valeria tembló como hoja al viento. *”¿Así tratas a tu madre?”*
*”Porque te quiero, mamá.”*
Las semanas siguientes fueron duras. Valeria probó todos los trucos: lágrimas, silencios, reproches. Hasta que un día, sentada frente a Carmen en la cocina, murmuró: *”Siempre fui egoísta. Cuando tu padre se fue, temí quedarme sola. Y usé el dinero para retener a Andrés.”*
Carmen sorbió el té. Por primera vez, aquellas palabras sonaron sinceras.
Poco a poco, todo cambió. Andrés ayudaba, pero sin cheques en blanco. Valeria visitaba sin excusas. Hasta que una tarde, en la misma pastelería donde todo empezó, confesó: *”Entendí que el amor no es exigir, sino dar.”*
Andrés apareció con flores silvestres. *”No quise interrumpir.”*
Ahora, seis meses después, los sábados huelen a pastel. Valeria viene a tomar el té, sin dramas. Una tarde, trajo un álbum de fotos. *”Mirad: Andrés a los tres años En la playa de San Sebastián”*
Entre las páginas, solo había recuerdos honestos.
*”El amor,”* musitó Valeria, *”es estar ahí, sin condiciones.”*
Andrés la abrazó. Carmen miró por la ventana, donde la luz del amanecer disipaba las sombras.
Y en la mesa, entre tazas, había un pastel. Dorado, fragante, repartido en porciones iguales. Para todos.





