Tarde-noche en el supermercado urbano.

Un supermercado en Madrid al caer la noche. Isabel, sentada en la caja, lloraba en silencio por el cansancio, la tristeza y la soledad. La falta de sueño pasaba factura. Su vecino, Gonzalo, un conocido borracho, estaba de nuevo haciendo escándalo con sus amigos al otro lado de la pared. Ni siquiera la policía local podía hacerle entrar en razón.

Isabel recorrió la tienda con la mirada y se limpió las lágrimas. Se acercaba a su caja un joven agradable con un abrigo a la moda. Este alto moreno llevaba un mes viniendo siempre a su caja, pagando su pizza y zumo. “Debe de estar solo –pensaba ella–. Algún día alguien tendrá mucha suerte con este guapísimo”.

El cliente, esta vez también con una pizza, le sonrió con picardía y le entregó un billete de cincuenta euros, pero luego cambió de opinión:
—Buscaré cambio para no molestarte.
Pagó y se fue.

Faltaba una hora para el cierre del supermercado. Los pocos clientes que entraban colocaban sus compras con desgana en los carritos. Bostezando sin querer, Isabel pensó mal de su vecino Gonzalo y, de repente, allí estaba él, despeinado y con moretones. El amigo de la bebida entró como un rayo en la tienda y pronto estuvo frente a la caja con dos botellas de caro whisky. Sonriendo, le tendió un billete de cincuenta euros. “La fiesta tras la pared continuará hasta el amanecer”, se enfureció Isabel.

—Gonzalo, ¿a quién has robado?
Los ojos astutos de su vecino brillaban entre los moretones.
—¿Por qué dices que robé?
Isabel miró el billete a la luz, recorriéndolo con sus dedos, y de repente…
—Espera, Gonzalo, esto no me gusta… Tengo que verificar.
Colocó el billete en el detector y susurró:
—¿Dónde lo conseguiste? ¡Es falso!

Gonzalo se quedó paralizado, como una foto de pasaporte, apretando las botellas contra su pecho, como si estuviera despidiéndose de su juventud, recordando una oración olvidada. De repente, puso el alcohol sobre el mostrador.
—Verifica estos también,– le ofreció, con esperanza, otros dos billetes de cincuenta.
—Estos también son falsos. Debo informar a la policía.
—Isabel, te juro que los encontré cerca del supermercado. Alguien tiró la cartera y cogí el dinero. No me denuncies…– suplicó el alcohólico.
La cajera disfrutó del miedo de él, y estaba a punto de decirle que era una broma y que los billetes eran reales cuando su vecino agarró los ciento cincuenta euros y corrió a la papelera para deshacerse de las pruebas. Gonzalo, con maldad, rompió el dinero en pedacitos y salió corriendo.

Isabel no esperaba tanta rapidez. ¿Qué había hecho? ¡Pero él era el culpable!
—Perdona,– se acercó el cliente conocido.–Recientemente te compré una pizza…
—Lo recuerdo,– respondió Isabel,–sin cambio.
—Pero no es eso… ¿Te imaginas? Me subí al coche y no encontré mi billetera. Soy un despistado.
—¿Llevabas mucho dinero? – preguntó Isabel, recordando a Gonzalo.
—El dinero no importa. Lo que me preocupa es que en uno de los billetes apunté un número de teléfono muy importante. Si alguien lo devuelve, por favor, toma el dinero y pásame solo el número. Aquí está mi tarjeta.
—De acuerdo,– asintió Isabel.

Se sentía fatal. Hasta el final de su turno pensó en cómo ayudar al amante de las pizzas. Finalmente, agarró una bolsa y, corriendo hacia la papelera, volcó su contenido.
En casa, con guantes puestos, empezó a buscar los pedacitos rotos, lamentándose por su broma tonta. “Y él… probablemente sea el teléfono de una mujer”,– pensaba Isabel con envidia mientras sus ojos se llenaban de lágrimas traicioneras. Encontró el número en dos trocitos.

“¿Y ahora cómo lo entrego? No puedo llamar desde mi móvil, podría devolverme la llamada. ¿Y entonces qué digo? ¿Sobre los falsos?”.
Sacó la tarjeta: Alejandro Martínez, teléfono de empresa y personal. Debería llamar solo desde otro número, o simplemente enviar un SMS. ¿Quizás pedir el móvil a la vecina? Pero si Alejandro la llama de vuelta y ella se acuerda de que Isabel estuvo allí… ¿Y qué pensará? ¿Que soy yo, la cajera Isabel, quien encontró el dinero y lo guardó, pero aún así le mandé el número?
De repente se le ocurrió que podía pedirle el teléfono al portero, quien difícilmente podría describirla después. Y si pudiera… entonces haría que no pudiera. Isabel corrió al armario…

Pronto, desde el portal salió rodando lentamente una figura redonda: con un abrigo cubriendo el abrigo, dos bufandas, un pañuelo de lana y encima una gorra. A ver quién podría hacer un retrato robot de semejante ser absurdo. La figura rodó lejos de casa, confundiendo el rastro y escuchando los sonidos… crujido-crujido… Allí estaba él: el testigo, un hombre de origen extranjero, perfecto.

Al llegar al portero, Isabel le dijo con voz grave:
—Arkaitz… ¿me dejas tu teléfono, gracias?
El portero se quedó paralizado, observando el conjunto de ropa. Tuvo que especificar:
—Se me acabó la batería. Necesito llamar.
Y le mostró 50 euros. El portero le pasó el teléfono sin decir nada. Isabel envió el número de la mujer desconocida a Alejandro. ¡Uf! Un peso menos.
—Gracias-salama-uvas-granada– le agradeció y volvió rápidamente a casa.
*
A Alejandro no le llegaba el sueño. No pensaba en el dinero, sino que recordaba el encuentro del día. Al ir camino del café, alguien le llamó:
—¡Álex!
En la puerta abierta de un autobús abarrotado vio a su amigo Víctor. No se veían desde hacía cinco años.
—Voy al aeropuerto. Llámame!– le gritó su amigo mientras le decía números.
Al no tener el móvil, olvidado en la oficina, apuntó el número en un billete, planeando llamar a Víctor tranquilo en casa. Pero no lo logró.
Para distraerse, pensó en la cajera Isabel, quien había estado en su mente todo el mes. Recordaba su pelo ondulado, sus ojos color cielo despejado, su sonrisa amable… Era tiempo de conocerla mejor. Ya estaba harto de estar solo.
De repente oyó el sonido de un mensaje. En la pantalla solo apareció el número. ¿De quién era?.. y de repente entendió que era de Víctor. Por la mañana debería llamar. Si apareció el número, el dinero también. Ahora debía agradecer urgentemente a quien lo había enviado.

—Hola. Muchísimas gracias. Quédese con el dinero, es un regalo.
Unas palabras con acento extranjero respondieron:
—¿¿REGALO??.. Yo no entender. Portero. Gracias.
Y colgó.
De todas formas, daba igual quién lo mandó. Mañana compartiría la noticia con Isabel. Ayer parecía afectada, apoyándome.
Con la idea de tener una excusa para hablar, Alejandro se durmió con una sonrisa.
Y aquella noche Isabel lloró a mares, lamentando su vida desdichada, y también a Gonzalo, su vecino imprudente, y a Alejandro, ahora inalcanzable para ella.

*
A la noche siguiente, Alejandro, alegre, se dirigió a la caja.
—Isabel, todo solucionado. Me enviaron el número perdido, llamé a mi amigo…– empezó él, y de repente se interrumpió a mitad de la frase.– Espera… ¿cómo es que sabían mi número de teléfono? La tarjeta solo te la di a ti.
Isabel permanecía callada, incapaz de decir palabra.
—¿Fuiste tú quien encontró el dinero y… envió el número?
Sin esperar respuesta, Alejandro se dirigió rápidamente hacia la salida.
“¡Todo ha terminado! Piensa que soy una ladrona. ¡Es el fin!” – se horrorizó Isabel, cogió su bolso y corrió detrás de él llorando.
—¡Alejandro, espera!

Los clientes observaban cómo la joven alcanzaba al hombre y le hablaba apresuradamente, después abrió el bolso y extendió la mano.
Alejandro miraba los dos trocitos del billete rojo, donde estaba escrito el número de Víctor…
Poco después, se oyeron risas fuertes desde donde estaban ellos.
*
Pronto los Martínez celebraron su boda, donde Isabel de nuevo lloró y rió, pero esta vez de gran felicidad.
A Gonzalo también le tocó parte…

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MagistrUm
Tarde-noche en el supermercado urbano.