—¡Svetlana, pero si en invierno hace mucho frío ahí!

“Lucía, ¡pero allí en invierno hace mucho frío! ¡La calefacción es de leña, hay que cargar las maderas! Mamá, tú eres de pueblo, de pequeña solo tenías eso. Los abuelos vivieron toda la vida en el campo y no les pasó nada. Y en verano será precioso: la huerta, las fresas, ir a por setas al bosque…”

Galina acababa de acostumbrarse a la jubilación. Sesenta años a sus espaldas, treinta y cinco de ellos trabajando como contable en una fábrica. Ahora podía tomarse el té tranquilamente por las mañanas, leer libros y no tener prisa.

Los primeros meses disfrutó del silencio. Se levantaba cuando quería, desayunaba con calma, veía sus programas favoritos. Iba al supermercado a su ritmo, sin colas. Después de cuarenta años de trabajo, eso era felicidad.

Su hija Lucía llamó un sábado por la mañana:

Mamá, tenemos que hablar. En serio.

¿Qué pasa? se alarmó Galina. ¿Está bien María?

Con la niña todo bien. Iré a verte y te lo cuento. ¡Pero no te preocupes!

Esa frase la puso más nerviosa. Cuando los hijos dicen “no te preocupes”, es que hay motivo.

Una hora después, Lucía estaba en la cocina, acariciando su vientre redondo. Treinta y dos años, un segundo hijo en camino, y aún sin casarse con ese Pablo. Llevaban cuatro años juntos, su hija María crecía, pero el matrimonio no parecía importante.

Mamá, tenemos problemas con el piso empezó Lucía, jugueteando nerviosa con el asa de la taza. La dueña subió el alquiler. Ya nos cuesta llegar a fin de mes, y ahora pide doscientos euros más.

Galina asintió comprensiva. Sabía lo duro que era para los jóvenes. Pablo trabajaba de lo que salía: hoy mozo de almacén, mañana repartidor, pasado vigilante. Lucía estaba de baja por maternidad y pronto tendría otra.

Pensamos en mudarnos a algo más barato continuó, pero nadie alquila a una familia con niños.

¿Y qué vais a hacer? preguntó Galina, intuyendo la trampa.

Por eso he venido Lucía retorció el borde de su jersey. Mamá, ¿podríamos quedarnos en tu casa? Temporalmente, claro. Hasta ahorrar algo, quizá pedir una hipoteca…

Galina casi se cayó de la silla. En su pisito de dos habitaciones ya faltaba espacio, y ahora una familia entera con una niña y otro en camino.

Lucía, ¿cómo vamos a caber todos? Solo tengo dos cuartos pequeños.

Mamá, ya nos apañaremos. Lo importante es ahorrar. Pagamos mil trescientos de alquiler, ¿te imaginas? En un año son quince mil euros que podríamos destinar a una entrada.

Galina se imaginó la escena: Pablo paseándose en ropa interior, hablando a gritos por el móvil. María llorando, juguetes por todas partes, dibujos a todo volumen. Lucía con sus antojos y exigencias.

¿Dónde dormirá María? intentó razonar.

En el salón con nosotros, pondremos su cuna. Tú en tu habitación, no necesitas mucho espacio: el sofá, la tele… ¡Perfecto!

Lucía, acabo de jubilarme, quiero paz. ¡Cuarenta años trabajando, estoy cansada!

Su hija suspiró, como si fuera una tontería:

Mamá, ¿para qué quieres paz a los sesenta? Estás sana. Las abuelas a tu edad cuidan a sus nietos.

Sonó a reproche: “Otras son útiles, tú eres egoísta”.

Y además continuó Lucía tienes la casa del pueblo. Está genial, la abuela siempre la mantuvo bien. Podrías vivir allí. Aire puro, silencio… ideal para una jubilada.

¿En el pueblo? repitió Galina, incrédula.

Sí. La casa es sólida. Puedes hacer un huerto, cultivar tomates. Los médicos recomiendan el aire libre a cierta edad.

Galina sintió un escalofrío. La casa estaba a treinta kilómetros, el autobús solo pasaba dos veces al día.

Lucía, en invierno hace mucho frío. La chimenea, cargar leña…

Mamá, tú creciste así. Los abuelos vivieron así y no se quejaban. ¡Y en verano es maravilloso: el huerto, las cerezas, las setas!

Lo decía como si le ofreciera un resort de lujo, no una casa sin comodidades.

¿Y si necesito ir al médico? ¿O a la farmacia? ¿A comprar?

Mamá, no irás a diario. Una revisión al mes basta. ¡Y puedes comprar comida para congelar! Tienes un arcón grande.

¿Y mis amigas? Las vecinas con las que he vivido toda la vida…

Hablad por teléfono. O que vengan al pueblo, haced una barbacoa. ¡Será divertido!

Galina no daba crédito. ¿Su hija la echaba a la casa del pueblo para ocupar su piso? ¿Y encima le vendía la idea como un favor?

Lucía, ¿cuánto tiempo pensáis quedarte?

Un año, quizá año y medio.

¡Un año entero! Viviendo hacinados o recluida en el pueblo.

¿Y qué opina Pablo?

¡A él le parece genial! dijo Lucía animada. Dice que estarás mejor allí, sin estrés. Puedes leer, ver la tele… Hasta te pondrá una antena parabólica.

Galina vio mentalmente a Pablo, cómodo en su sofá, decidiendo generosamente por ella.

Mamá, piénsalo insistió Lucía. ¿Para qué quieres dos habitaciones? Nosotros las aprovecharemos, ahorraremos…

¿Cuándo queréis mudar

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—¡Svetlana, pero si en invierno hace mucho frío ahí!