¡Sveta giró la llave y se quedó pasmada: en la puerta estaban sentados tres huéspedes peludos!

31 de octubre

Hoy, mientras giraba la llave del portal de mi edificio en la calle Gran Vía, sentí el mismo escalofrío de siempre: la lluvia de otoño golpeaba sin tregua los cristales y el aire olía a humedad y a desdén. El paraguas se apretaba en mis manos como si intentara protegerme no solo de las gotas, sino también del mundo indiferente que me rodea. Cuando la cerradura cedió, un leve maullido se coló detrás de mí.

¡Miau! resonó, casi una súplica.

Me detuve, giré la cabeza y vi, en el umbral, tres pequeños toritos de pelo empapados, apretados unos contra otros. Un rojo, un blanco y uno negro, como si alguien hubiera escogido a propósito colores opuestos para que resultaran más entrañables.

Dios mío exhalé casi en un susurro.

Los gatitos alzaron la vista. No pedían nada, no llamaban, solo me miraban. En sus ojos había algo que me estremeció el corazón.

¿Qué hacéis aquí? murmuré, agachándome. Vete, pequeños, váyase de aquí.

El rojo alargó una patita temblorosa y rozó mis dedos. Sentí un escalofrío, me incorporé de golpe, abrí la puerta y entré. Al girarme, los tres aún estaban allí, inmóviles.

Lo siento mucho susurré y cerré la puerta tras de mí.

Esa noche el sueño se negó a venir. Escuchaba el viento gemir entre los árboles del patio y, a veces, parecía oírse un débil miau bajo la puerta. Tal vez era el viento, tal vez mi conciencia.

Al amanecer la lluvia había cesado. Miré por la ventana y el umbral estaba vacío.

Bueno, pues dije en voz alta, como justificándome a mí misma encontrarán a alguien mejor.

Sin embargo, una punzada como una aguja me atravesó el pecho, como si hubiera perdido algo importante.

¡Almudena! gritó una voz conocida desde la calle.

Era mi vecina Rosa, con su perra Luna atada a la correa.

¡Sal, que hablemos!

Ajusté el pañuelo y bajé al patio.

Oye empezó Rosa , ayer dijeron que tenías tres gatitos bajo la puerta. ¿Dónde están?

Se fueron respondí encogiéndome de hombros llegaron solos y se fueron solos.

¡Ay, tonta! suspiró Rosa. Los gatos no aparecen por casualidad. Si eligen una casa, traen algo bueno. ¿Los espantaste?

No los espanté dije bajito simplemente no los tomé.

Qué pena, Almudena. Es pecado echar fuera a quien viene a ti.

Sus palabras se clavaron en mi corazón. Me quedé allí un momento y, de repente, decidí:

Iré a buscarlos.

¡Así se habla! exclamó Rosa, animándome.

Con el viejo paraguas en mano y el pavimento todavía húmedo, recorrí todo el patio, revisé los contenedores de basura, las escaleras, el sótano… nada. Solo el silencio y el rumor del agua en la alcantarilla.

Al día siguiente, sin encender la radio, me vestí y volví a buscar, cruzando también el patio del edificio de al lado. Llamaba en voz baja:

¡Miau, miau! me sentía tonta. ¿Dónde estáis, mis pequeños?

Solo la lluvia fina respondía.

El tercer día fue el más duro. Caminé hasta que cayó la noche, con los pies cansados y la ropa empapada, pero no podía detenerme. En el ascensor me encontró Rosa:

Almudena, estás toda mojada, vas a resfriarte.

No puedo, Rosa respondí agotada ellos vinieron a mí. No los dejaré.

Lo entiendo asintió mañana las buscamos juntas.

Al cuarto día, cuando ya me disponía a salir de nuevo, escuché un débil miau que venía de bajo la tubería de calefacción. Me agaché y vi, en una esquina del suelo, dos gatitos: el rojo y el blanco, delgados, temblorosos, el blanco apenas respiraba.

Mis pequeños susurré, tomando al rojo en mis brazos. El blanco se dejó coger sin fuerza.

Los llevé dentro, los envolví en una toalla vieja y los acomodé en el sofá. El rojo se animó enseguida, pero el blanco seguía débil.

No te rindas le decía mientras le frotaba las patitas escucha, no te vayas.

Le di un poco de leche tibia. El rojo se abrevó al plato, y al blanco le di gotitas con una pipeta. Tras una hora, emitió un leve maullido.

Bien hecho sonreí, por primera vez en días.

¿Y el negro?

Dejando a los dos en calor, continué la búsqueda. Al anochecer escuché un agudo chirrido bajo el viejo cobertizo. Allí, atrapado entre tablas, estaba el pequeño negro, tan frágil como un trozo de carbón.

¿Cómo te metiste ahí, tontito? le dije al sacarlo, usando un martillo para despegar la tabla.

Era el más débil de los tres. Lo llevé a casa y lo acomodé junto a los demás sobre una manta sobre la calefacción. El rojo corría por la cocina, el blanco respiraba con más calma y el negro apenas movía una oreja.

Aguanta, pequeñín le canté mientras le daba leche. No te rindas.

A medianoche logró beber solo.

Las primeras semanas fueron un caos: diarreas, fiebre, uno enfermo tras otro. No cerraba los ojos de noche, los cuidaba, los llevaba al veterinario. Rosa me preguntó una tarde:

¿Los vas a dar a alguien?

No respondí firme ya son míos.

Así los nombré: el rojo Rojín, travieso y curioso; el blanco Nieve, sereno, observador desde el alféizar; y el negro Azabache, silencioso, pero el que más se pegó a mí, siempre en mi regazo.

La casa se llenó de susurros, de pasos de patitas, del tintineo de los platos, del olor a leche, almidón y pan recién horneado. Volví a sentir el calor del hogar.

Me despertaba antes que el alba para darles agua fresca, comida, cambiar la arena. Mi día tenía un orden: desayuno, juegos, almuerzo, paseos por el salón, mimos nocturnos y sueño. Y, por primera vez en mucho tiempo, me agradaba levantarse.

Dos meses después, los gatitos crecieron. Rojín se volvió un pequeño torbellino: derribaba cortinas, tiraba flores, se metía en armarios como si fueran cuevas de tesoro.

¿Qué has hecho ahora, revoltoso? le regañaba sin ira, con una sonrisa.

Él se frotaba contra mis piernas, ronroneando como diciendo todo está bien, mamá.

Nieve, por su parte, se volvió un aristócrata. Pasaba horas en el alféizar, mirando el patio, como quien contempla la vida desde un mirador. A veces maullaba al pasar pájaros, como intentando dialogar con ellos.

Azabache se volvió mi sombra. Donde fuera, él aparecía: al baño, a la cocina, bajo la mesa. Cuando me acostaba, él se hacía un nido en la almohada.

¡Qué pegajoso eres! reía, acariciándole la oreja.

Una mañana, sin embargo, algo cambió. Desperté y sentí una inquietud. Nieve estaba en su sitio, Rojín corría por el pasillo, pero Azabache había desaparecido.

¡Azabache! llamé. ¿Dónde estás, pequeño?

Nadie respondió. Revisé bajo el sofá, en el armario, dentro de la lavadora. Todo estaba vacío. Me entró el pánico: ¿habría saltado a la escalera? ¿Se habría escapado por la ventana? Salí corriendo al portal, al patio, al sótano, a los arbustos del muro.

¡Azabache! ¡Azabache! gritaba, sin importar a los vecinos.

Rosa salió al portal:

Almudena, ¿qué ocurre?

¡Azabache ha desaparecido! dije casi llorando.

Ven, bajo, lo buscamos juntas.

Recorrimos cada rincón del patio. Ya estaba al borde de romperme. Rosa intentó calmarme:

No te desesperes, los gatos son astutos, lo encontraremos.

Regresé a casa y revisé cada habitación. Rojín y Nieve se habían acercado, como sintiendo mi angustia.

¿Dónde estás, mi pequeño? susurré mientras me sentaba en el sofá.

Entonces escuché un leve miau que venía de la repisa más alta del armario. Miré y allí, entre cajas, estaba Azabache, tembloroso.

¡Azabache! exhalé, aliviada, los ojos llenos de lágrimas. ¿Cómo has subido hasta allí, pillo?

El gatito maulló con timidez. Puse una silla, subí con cuidado y lo rescaté, abrazándolo contra mi pecho.

Qué susto me has dado, tonto le dije, acariciándole la espalda. Pero no volveré a perderte.

Entendí entonces que mi miedo no era sólo a perder a los gatitos, sino a quedarme sola. Ellos se habían convertido en mi familia, en el motivo de mi vida. Rojín se acercó, maulló, Nieve ronroneó y Azabache se acomodó contra mi cuello.

Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, sentí que realmente servía para algo.

Gracias a todos murmuré mientras dispensaba agua en sus platos. Gracias por llegar a mí.

Ahora, Rojín me recibe en la puerta cada vez que vuelvo del supermercado, saltando, ronroneando, frotándose contra mis piernas. Nieve vigila el hogar desde su trono en el alféizar, como un guardián sabio. Y Azabache, negro como el carbón, está siempre a mi lado, con sus ojos amarillos que reflejan todo lo que he vivido.

Cuando me siento triste, él se acurruca a mi lado y me calienta con su cuerpo. Cuando estoy feliz, su ronroneo se hace más fuerte, como si quisiera compartir mi alegría.

La casa ha revivido. Ya no me levanto porque tengo que, sino porque quiero: alimentar a mis niños, jugar, conversar. Sí, hablo con mis gatos, y no me avergüenzo. Me responden a su modo: con suaves ronroneos, movimientos de cola, breves miau.

Y en esos silencios comprendí la verdad: ya no estoy sola. Hay quienes me necesitan y a quienes no puedo vivir sin ellos.

Un año después, estoy en la ventana mirando el patio donde una vez acogí a tres mojados gatitos.

Nieve, mira, vuelve a llover le digo al gato blanco, que se ha acomodado en el alféizar.

Él me responde con un maullido sereno, sin apartar la mirada del cristal. Sus ojos, ahora verdes, reflejan la sabiduría de un profesor. Desde el pasillo se oye el ruido de Rojín, que vuelve corriendo con un ratón de juguete en la boca, todavía travieso, ahora grande y esponjoso como una naranja.

¿Otra vez alborotaste todo? me río.

Y bajo mis pies, Azabache, negro como una brasa, ronronea tranquilamente. No se aleja nunca más de mí, a un paso máximo.

Mis queridos susurro, inclinándome hacia él.

Se abre la verja y Rosa aparece con Luna al tirólo.

¡Almudena! grita. ¡Sal!

Sonrío, mirando a mis compañeros de vida.

Rosa, tenías razón le digo en voz baja ellos me salvaron.

Alzo la vista y, casi en un susurro, añado:

Gracias, querido… quizás fuiste tú quien los envió a mí.

La lluvia golpea suavemente el alféizar, pero dentro de la casa hay calor y paz. Cierro los ojos y escucho el familiar ronroneo, aquel sonido que marcó el inicio de mi nueva existencia.

Tres gatos, llegados bajo la lluvia, me enseñaron que el amor siempre vuelve, a veces con forma de pequeños felinos empapados en la puerta.

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¡Sveta giró la llave y se quedó pasmada: en la puerta estaban sentados tres huéspedes peludos!