—Somos de tú —susurró Diego al oído de Ana. Ella sintió su aliento en la sien. Un escalofrío le recorrió la piel…
—Leticia, mira, ¿queda alguien en el pasillo? Quería irme temprano hoy. Es el cumpleaños de mi madre —dijo Ana.
—Ahora mismo, Ana Luisa. —La joven y simpática enfermera se levantó del escritorio, abrió la puerta de la consulta y echó un vistazo al pasillo—. No hay nadie más, Ana Luisa. Y según las citas, todos han pasado ya; lo he comprobado —sonrió Leticia.
—Bien. Si llega alguien, apúntalo para mañana o que vayan a la consulta de al lado, con Olga Victoria.
—Vaya, yo me quedo y lo haré todo, no se preocupe —la tranquilizó Leticia—. La directora del centro está de viaje; si pasa algo, yo la cubro.
—Gracias. ¿Qué haría sin ti? —Ana cogió el bolso, repasó con la mirada el escritorio para asegurarse de que no olvidaba el móvil y se dirigió a la puerta—. Hasta mañana, Leticia.
—Adiós, Ana Luisa. Oiga, date prisa, mira cómo se ha puesto el cielo, va a llover en cualquier momento.
—¿Sí? Y yo todavía tengo que pasar por las flores. Bueno, me voy —dijo Ana, saliendo de la consulta.
Se cambió rápidamente y se puso el impermeable ya en las escaleras.
—Ana Luisa, ¿ya se va? —abajo, en recepción, una señora mayor la detuvo.
—Buenas tardes. ¿Puede esperar hasta mañana? Voy con prisa —respondió Ana, ajustándose el cuello del impermeable mientras caminaba hacia la salida.
—Ana Luisa, Lucita solo quiere hablar con usted. Si pudiera pasar a verla, tranquilizarla. No para de llorar —balbuceó la mujer, siguiéndola de cerca.
—Mañana tengo consulta por la tarde; por la mañana haré las visitas y paso por su casa. Pero ahora tengo que irme, lo siento. —Ana salió del ambulatorio, bajó las escaleras y miró al cielo.
Una enorme nube negra avanzaba sobre la ciudad. Parecía que, con su enorme vientre, rozaría los tejados, reventaría y descargaría un torrente de agua sobre las calles.
Cuando Ana llegó al puesto de flores, las primeras gotas pesadas cayeron sobre sus hombros. Apenas se resguardó bajo el toldo, cuando la lluvia arreció.
—No se preocupe, le envuelvo bien el ramo —dijo la florista.
Mientras envolvía en plástico las gerberas, las favoritas de su madre, Ana miraba con ansiedad cómo los autobuses partían uno tras otro de la parada. Al fin, recibió el ramo, pagó y corrió hacia la parada, protegiéndose la cabeza con las flores.
La lluvia no daba tregua. Ana era la única que quedaba en la parada. Al menos había tejado. Había olvidado el paraguas y, para cuando llegó, ya estaba bastante mojada.
El autobús no aparecía. Debía haber esperado en el ambulatorio, hablar con la abuela de Lucita… Ana se arrepentía ya de su prisa. Tiritando de frío, se resguardó más bajo el techo. Los coches pasaban velozmente, salpicando los charcos que se formaban en el asfalto.
«¿Dónde se habrá metido? Justo cuando llueve…», pensó Ana, mirando hacia donde debía llegar el autobús. De pronto, un todoterreno negro se detuvo junto a la acera. Ana sintió envidia: «Qué bien tener un coche así, no depender de los autobuses…».
La ventanilla del acompañante se bajó y Ana vio al hombre. No entendió al principio que se dirigía a ella.
—Suba. Hay un accidente, los autobuses están parados.
Mientras ella dudaba, el hombre abrió la puerta. Ana se sentó en el asiento del copiloto. Dentro hacía calor y estaba seco; ni siquiera se oía la lluvia.
—¿Adónde va? —preguntó el hombre, mirándola.
De su edad, atractivo, con traje formal. Ana se sintió incómoda. «Debo parecer una gallina mojada».
—A la calle del Carmen —dijo.
—Perfecto, voy en esa dirección.
El hombre desprendía una seguridad y carisma masculino que hicieron que Ana lo mirara de reojo. No parecía un maníaco; era distinguido, con ojos inteligentes. «Este solo podría actuar de galán en las series», pensó. El coche arrancó suavemente, ganando velocidad sin que se notara. Dentro olía a cuero y a su costosa colonia. Y algo pitaba sin parar.
—Abroche el cinturón —pidió él.
Ana tardó un buen rato en hacerlo, torpemente, y luego acomodó el ramo sobre sus rodillas.
—Dígame, ¿por qué decidió llevarme? —preguntó, observando cómo los limpiabrisas apartaban rítmicamente el agua del parabrisas.
—Ya se lo dije: hay un accidente. Habría esperado mucho al autobús. Y lleva flores; seguro que va a una celebración. Además, resulta que vamos en la misma dirección. —La miró de reojo.
«Esto no pasa. Hombres así no recogen a cualquiera», quiso decir, pero calló.
—Su cara me suena. Nos hemos visto antes. Tengo buena memoria para los rostros —rompió el silencio el hombre.
—Lo dudo —sonrió Ana—. Somos de planetas distintos. Diferente estatus social, como se suele decir.
Sintió en la piel su mirada evaluadora.
—Los como usted no van en autobús. Yo soy una humable médica —dijo Ana, con un dejo de sarcasmo.
El hombre calló. Ana también, sintiendo que había dicho una tontería.
—Ya recuerdo dónde te vi. Hace dos meses fui con mi nieta a tu consulta al ambulatorio.
—¿Usted? —Ana lo miró sorprendida—. Lo habría recordado —se le escapó.
—¿Tan joven me ve para ser abuelo? Lo juro, no miento. Mi hija fue madre a los diecisiete. La juventud de ahora es así de temprana.
—Debe de salir a usted —respondió Ana, con ironía.
—Tienes carácter. No te dejas mangonear. Ya entonces vi que eras estricta y con principios.
—¿Y eso es malo? —preguntó Ana.
—Depende para qué —respondió evasivo—. ¿Vivías antes en la calle del Carmen?
—Sí.
—¿Y estudiaste en el colegio San Isidro? —preguntó.
—¿Cómo sabe…? —empezó Ana, sorprendida.
—Yo también estudié allí. Raro que no nos cruzáramos antes —la miró de reojo y ella se ruborizó.
—¿De qué año es tu promoción? —preguntó ella.
—Del noventa y siete.
—Yo terminé en el dos mil —dijo Ana, alegrándose al decirlo.
—Seguro eras empollona. Ni mirabas a los chicos, soñabas con entrar en la universidad, ser médico y curar niños. ¿A que sí? —preguntó él.
Ana quiso responder con ironía, pero vio el edificio de su madre.
—Gire al patio de ese edificio. Pare junto al segundo portal, por favor —pidió secamente.
—Perdona, si me acerco más a la entrada saldrás a un charco —dijo—. Te ayudo. —Abrió la puerta para bajarse, pero Ana ya saltó al asfalto mojado y corrió hacia el portal.
Cuando miró atrás, el todoterreno se alejaba. Ana se dio cuenta demasiado tarde de que ni siquiera le había dado lasAl día siguiente, mientras Ana se preparaba para el teatro, sonrió al pensar que, después de tantos años, quizá la vida aún tenía sorpresas esperándola.