**El Susurro tras el Cristal**
La auxiliar de enfermería, una mujer con el rostro cansado y surcado por el viento, los ojos apagados de tanto contemplar el sufrimiento ajeno, cambió la bolsa transparente de Lucía de una mano a otra. El plástico crujió, rompiendo el silencio sepulcral del ascensor. Dentro, como una burla, destacaban prendas infantiles: un diminuto body rosa con conejitos, un pañalero bordado con *”Soy la felicidad de mamá”* y un paquete de pañales blancos con ribete azul. En la caja, un número grande y desafiante: *”1″*, para recién nacidos. Para los que comienzan su camino.
El ascensor descendía con un quejido de cables gastados, y con cada piso, el corazón de Lucía se encogía, convertido en un nudo de dolor.
No pasa nada, niña dijo la auxiliar con voz ronca, como el chirrido de una puerta oxidada. Eres joven y fuerte. Tendrás más hijos. Todo se arreglará
La miró de reojo, con una compasión incómoda, deseando que el descenso acabara pronto.
¿Tenéis otros hijos? preguntó para llenar el silenso.
No susurró Lucía, clavando los ojos en los botones del ascensor. Su voz sonó hueca.
Eso lo hace más difícil murmuró la mujer. ¿Habéis decidido algo? ¿Entierro o cremación?
Entierro respondió Lucía, apretando los labios hasta blanquearlos. Su reflejo en el espejo sucio del ascensor le devolvió un rostro pálido, irreconocible.
La auxiliar suspiró con profesionalidad. Había visto miles como ella. Jóvenes, mayores, rotas. La vida en aquel hospital se dividía en *antes* y *después*. Para Lucía, acababa de empezar el *después*.
Salía sola de la maternidad. No había un moisés con lazos rosas o azules. No había arrullos bajo una manta, ni sonrisas, ni ramos de flores. Solo estaba Javier, su marido, al pie de las escaleras del hospital, con los ojos cargados de culpa, encorvado como si llevara un peso insoportable. Y dentro, un vacío helado que le quemaba y le robaba el aire.
Javier la abrazó con torpeza, como un extraño, temiendo hacerle más daño. Sus brazos no la reconfortaron. Era un ritual vacío. Sin fotos, sin palabras, salieron en silencio. Las puertas se cerraron tras ellos, como sellando una etapa.
Ya he eh hablado con los de la funeraria tartamudeó Javier al arrancar el coche. Todo está listo para mañana. Flores blancas, el ataúd es beige, con detalles rosas se tragó un nudo en la garganta.
Da igual lo interrumpió Lucía, mirando por la ventana empañada. No puedo hablar de esto ahora.
Vale toseó nervioso, aferrando el volante.
¡Cómo podía el sol de diciembre brillar con tanta alegría! Reflejándose en los charcos, en los cristales de los coches, gritando vida donde ya no la había. ¿Dónde estaba la lluvia helada, la nieve sucia pegándose al rostro como un castigo? Eso habría sido justo.
Pasaron el control y salieron a la calle. Lucía miró con pena absurda la suciedad en la puerta del coche.
Está hecho un asco
Se me olvidó llevarlo al lavado. Hace tres días que lo pensaba, pero ya sabes.
¿Estás enfermo? preguntó ella, volviéndose.
No. ¿Por qué?
Toses mucho.
No, es los nervios.
El mundo seguía igual. Las mismas calles, los mismos edificios grises, el cielo azul sin una nube. Los cables donde se posaban las palomas. Todo igual. Y eso era insoportable.
**___
En el tercer mes de embarazo, Lucía empezó a sentirse mal. Primero fue un dolor de garganta, luego fiebre. Pensó que era un resfriado, pero quizá fue gripe. No pudo evitar los medicamentos. Los médicos la tranquilizaron: el bebé estaba protegido. Tras recuperarse, le salió un sarpullido en la espalda. Un infectólogo lo diagnosticó como herpes y le recetó antivirales. No sirvieron de nada. Otro médico lo atribuyó a alergia. Con una pomada, desapareció.
El día del parto, las contracciones comenzaron suaves. Pero al llegar al hospital, la matrona dijo: *”No hay dilatación. Son falsas. Hay que detenerlas”*. Le pusieron suero para parar el trabajo de parto, pero las contracciones empeoraron. A la mañana siguiente, rompieron aguas. *”Están claras, sin meconio”*, le aseguraron.
Seis horas después, el monitor mostró un ritmo cardíaco débil. *”Hipoxia”*, susurró la matrona. Le ofrecieron una cesárea. Lucía, exhausta, asintió.
La operación fue rápida. La niña nació, lloró, la pusieron en su pecho. Cinco minutos de felicidad. Al día siguiente, la vio en la UCI, conectada a un respirador. Sangre salía de su boca.
Neumonía dijo el médico, evitando su mirada. Probablemente por aguas infectadas. Es difícil de tratar.
Al tercer día, cuando parecía estabilizarse, Lucía intentaba sacarse leche, rezando. Javier fue a la iglesia a encender una vela. Una pariente lejana sugirió cambiar el nombre de la niña. *”Tal vez no le conviene”*, dijo. Tonterías, pero en momentos así, cualquier esperanza vale. Escogieron otro nombre, uno antiguo, fuerte.
En ese instante, el médico entró. *”Lo siento, Lucía”*, dijo. No hizo falta más.
**___
Pasaron los días. El mundo seguía igual. La gente en la calle, los árboles desnudos, el cielo desvergonzadamente azul. Deberían ser tres en el coche. Ahora eran dos, separados por un abismo.
Los familiares murmuraban. *”Demanda al hospital”*, decían. Pero Lucía no quería nada. Solo sobrevivir. Decidió volver al trabajo después de Reyes. No soportaba estar en casa, rodeada de ropa de bebé que no se atrevía ni a regalar ni a tirar.
Pasaron Nochevieja y Navidad en casa de sus padres, en un pueblo frío y silencioso. La víspera de Reyes decidieron calentar la sauna, para limpiarse de la ciudad y el hospital. Lucía no podía entrar por la cicatriz, pero acompañó a su madre.
En esta noche se hacen las cabañuelas dijo su madre, ya sudada. Antes, las chicas poníamos espejos, velas Adivinábamos el futuro.
¿Y aparecía algo?
Una vez vi una figura negra acercarse en el reflejo. Salí corriendo sonrió. ¿Quieres intentarlo? Aunque sea con posos de café.
¡Ni loca!
Su madre se fue. Lucía se quedó sola, escuchando el crujir de la madera, el viento fuera. Poco a poco, se durmió.
Soñó que estaba en casa. La luz entraba a raudales en el salón. Se acercó a la cuna, blanca, de barrotes tallados. Algo se movió dentro.
Su hija estaba ahí. Viva. La miró con ojos azules y sonrió.
Mamá dijo con voz clara, como de adulta.
Lucía lloró. La niña siguió hablando:
No llores, mamá. Todo irá bien. Tú serás feliz. Tendrás otra hija. Llámala Alba. Yo siempre estaré contigo.
Despertó sobresalt







