Ayer, a Lola le cumplieron 47 años. Dos años atrás, su vida se había hecho añicos. Qué ironía que una frase tan manida pudiera resumir tan bien lo que le había pasado.
Lola encontró el vestido solo unos días antes de su cumpleaños. Llamó a su madre y le dijo que había comprado uno azul. Su madre le exigió verlo al instante. Cuando se lo puso, su madre se entusiasmó. “¡Pareces una muñeca! Pero ¿azul? ¡Esto es turquesa!” Qué generación tan singular. Probablemente porque ellas iban a las modistas, discutían patrones, elegían telas. Cada vestido era todo un acontecimiento.
En fin, el vestido turquesa, consciente ya de que no era “un simple azul”, esperaba su gran debut.
Para su cumpleaños, Lola había invitado a toda su reducida familia y amigos. En el restaurante les habían preparado una mesa en un rincón íntimo.
Su prima Natalia alzó la copa y brindó durante diez minutos. Contó cómo, a los dieciséis, se emborracharon y pidieron un taxi. No recordaban cómo se declinaba “iglesia” y le repetían al taxista: “¡Que no lo entiende! Vivimos al lado de la igle… ¡de la igle! ¡Pueblo-Pinillos! Llévenos al centro y allí señalamos”. Y propuso que todos se emborracharan hasta olvidar sus direcciones. Pero su romanticismo se desvaneció cuando le recordaron que todos se hospedaban en el mismo hotel donde estaba el restaurante. “Ni pizca de romanticismo queda”, se rio Natalia. Su marido añadió: “Ya no nos colamos por las ventanas de nuestras amadas. Aunque solo sea porque ahora hay mosquiteras. Si no, aún lo haríamos. Y yo el primero”. “Claro, con tu casa de una planta”, soltó Lola. Todos rieron.
Luego brindó Álex, el marido de Irene, su otra prima. Recordó su viaje a Marbella hace siglos. Al principio todos ganaban en el casino. Luego lo perdieron todo, hasta el último euro. Al salir, Lola dijo: “¿Qué haríais sin mí? Escondí veinte euros para el vodka y las tapas”. Y se fueron al hotel a beberse esos veinte euros, para luego pasear por el paseo marítimo cantando “¿Y cómo es él?”. “¡Brindemos por esta mujer increíble que nos salvó de morir de hambre y sed!”, exclamó Álex. El marido de su madre, Benito, lamentó que no hubiera una báscula en el restaurante para pesar las copas. Y todos empezaron a cantar “¿Y cómo es él?”, bajando la voz como en aquella escena de la sauna.
La velada fue estupenda. Su marido no brindó, pero nunca supo hacerlo. Él mismo bromeaba diciendo que no era un “orador”, sino un informático.
A la mañana siguiente quedaron en desayunar juntos y pasear por el Retiro. Por la tarde, todos se fueron. Y Lola y su marido se quedaron solos en casa.
Él, mirando hacia la esquina donde estaba su ordenador, dijo que necesitaban hablar. Y de pronto, Lola sintió un mal presentimiento. En realidad, lo había sentido todo el día. Pensó que no había bebido tanto, pero algo la sacudía por dentro. Él le confesó que se había enamorado de otra mujer y que se iba en ese momento. No había querido arruinarle la fiesta.
El año siguiente fue el año de la P. Pérdida, pena, piso nuevo, parálisis, peda, pena…
Para su 46º cumpleaños, Lola decidió cambiar de letra. Se despertó y fue a pasear por la orilla. Incluso en sus peores días, intentaba caminar cada mañana. Era un día fresco. Enero. La playa estaba desierta. Y esa frescura, esa soledad, o quizás la energía del mar, la levantaron por dentro. De pronto, supo que estaba curada. Nunca había creído en esas energías raras, pero en ese momento sintió físicamente cómo toda la oscuridad y la amargura se esfumaban.
Eso sí, no conseguía exhalar del todo.
Lola decidió que el siguiente año sería el de la N. Nuevos comienzos, nueva “yo”, ¡y no pasarán!
Ese mismo día creó un perfil en una app de citas. De todos los que le escribieron, solo uno le gustó. Se conocieron. Fue hace un año.
Ni siquiera parecía real que en solo un año su vida hubiera vuelto a cambiar tanto. ¿Se notará en las líneas de la mano? ¿Tendrá una línea de vida que se corta y recomienza? Justo hoy. Lola inhaló profundamente el aire matutino, pero aún no podía exhalar del todo.
Llamó a su madre para despedirse.
“Le dije a Alba que te ibas de viaje, y quiere que te quedes a dormir en su casa”, dijo su madre.
“Vale, los adoro. Pensaba ir directa a Cercedilla, pero me quedaré una noche con ellos en Madrid. Y de allí a Cercedilla es un suspiro. Llegaré para el almuerzo con los ‘Tres Oes'”.
Sus amigos llamaban a Óscar y Olga Ostúriz “los Tres Oes” por las tres “O” de sus nombres. Y seguían siendo sus amigos.
Al segundo día, Lola llegó a Madrid. Alba y Félix ya tenían la mesa lista y le advirtieron sobre no llenarse con los entrantes porque tenían una sorpresa. Veinte minutos después, llegó “la sorpresa”.
Alba anunció: “Lola, te presento a Víctor. Nuestro vecino. Por desgracia, se muda a Gijón. Pero hoy nos deleita con su lubina al horno, con receta secreta”.
“Encantado”, dijo Víctor.
“Lo mismo”, contestó Lola. Le gustó tanto que hasta le dio un poco de vergüenza por Íñigo, el hombre con el que iba a encontrarse en los Pirineos. Víctor rondaba los cincuenta. Ni guapo ni deportista, pero con una sonrisa franca e inteligente.
“Bueno, jovenzuelos, ¿a qué esperamos?”, alzó su copa Félix.
Víctor sirvió a Lola y a sí mismo. “¿Pasamos al ‘tú’? Al fin y al cabo, somos la juventud”.
“Encantada”, sonrió Lola. Y Víctor, solemne, dijo: “¡La juventud está lista! ¡Salud!”.
Todos rieron y brindaron.
“Esto está tan bueno como en Nochevieja. Víctor, no soy muy de pescado, pero esto es increíble. ¡Y tú, Félix, como siempre, con tu ensaladilla perfecta! ¡Ni en la tormenta del siglo!”.
“¿Qué tormenta del siglo?”, preguntó Víctor.
Félix exclamó: “Sírvete, que ahora viene la leyenda familiar”.
Tras un bocado de su ensaladilla, empezó: “Era nuestro primer invierno en España. Hace casi treinta años. Anunciaron una gran nevada al día siguiente. Lo repetían cada cinco minutos en la tele. Advirtieron que cerrarían colegios e instituciones. Así que nos preparamos bien: vodka, ensaladilla para un regimiento. Y a las seis, nos reunimos con los padres de Lola y empezamos a beber. Hasta a Lola, con diecisiete, le dimos un par de copitas. Empezó a nevar. ¡Precioso! Copos enormes. Pero la tormenta no llegaba. Bebimos más. Nos comimos la ensaladilla. Nada. Terminamos el vodka y acompañamos a la familia de Lola a su casa, a dos pasos. Había diez centímetros de nieve. A la mañana siguiente, supimos que esa había sido la gran tormenta”.
Todos rieron, comieron ensaladilla y lubina. Y Lola deseó que la velada no terminara. Pero una hora después, Félix bostezaba, y ella, tras todo el día conduciendo, también estaba rendida. Víctor lo notó.
“Bueno, me voy. Lola, un placerY cuando Víctor y su labrador blanco se acercaron bajo el sol de la mañana, Lola, por primera vez en años, sintió que todo encajaba.