Nadie conocía su nombre.
Era un chiquillo de nueve años, delgado y con la camiseta algo desgastada.
Todas las tardes, al salir de la escuela, se detenía frente a la zapatería del barrio.
Se quedaba allí, inmóvil, contemplando unas zapatillas rojas que colgaban en el escaparate.
No tocaba el cristal.
No decía nada.
Solo las observaba.
Una tarde, el dueño de la tienda, don Jacinto, decidió salir a su encuentro:
—¿Te gustan esas?
El niño bajó los ojos y murmuró:
—No, señor. Solo las estoy recordando.
Don Jacinto no comprendió.
Entonces, el pequeño explicó:
—Eran iguales a las que tenía mi hermano.
Pero ya no está… y no quiero olvidar cómo eran.
Don Jacinto guardó silencio.
La voz le tembló.
Esa misma tarde, envolvió las zapatillas en una caja y se las dio al niño.
Pero no era un simple regalo.
Le dijo:
—Cada vez que te las pongas, recuerda que los hermanos no se recuerdan por lo que llevan en los pies…
sino por lo que dejan en el corazón.
El niño llevó las zapatillas a casa, pero no se las calzó enseguida.
Las colocó en un rincón, junto a una foto de su hermano.
Desde entonces, en lugar de mirar el escaparate, contemplaba aquella caja.
Y cuando finalmente decidió usarlas, no fue para correr ni jugar.
Fue para ir al parque donde solía estar con su hermano, sentarse en el mismo banco… y sonreír.
Porque a veces, las cosas no son solo cosas.
Son puentes.
Son formas de no soltar.
Son maneras de seguir queriendo sin tener que decir adiós.