Susana siempre había imaginado el día de su boda como un cuento de hadas. Todo tenía que ser perfecto: un vestido delicado, invitados sonrientes y un feliz novio a su lado. Pero desde temprano por la mañana, todo empezó a salir mal.
Primero, el maquillador –que había elegido basándose en reseñas entusiastas– no se presentó. Luego, el novio se quedó atrapado en el tráfico, y ella tuvo que ir junto con sus padres a la oficina del registro civil. Y, como si eso no fuera suficiente, un gato negro, siniestro, cruzó la calle…
«Madre, ¿quizás es una señal? ¿Quizás no debería casarme en absoluto?» preguntó Susana, nerviosa, mordiéndose los labios.
«Hija mía, no te imagines cosas. Los gatos hacen lo que quieren. Si amas a Marco, no tienes que preocuparte por los detalles», respondió su madre.
Pero cuando el fotógrafo anunció que no vendría debido a una cámara rota, Susana estuvo a punto de llorar. Parecía que todo el día se había volcado en su contra.
Sin embargo, todo cambió cuando vio a su amado. Marco la miró con tanto amor que todas las desventuras quedaron en segundo plano. Se calmó y se dio cuenta de que lo más importante era que estaban juntos.
De repente, la voz de su suegra rompió el aire como un viento helado:
«¡Vuestra familia ni siquiera ha puesto un centavo para esta boda! ¡No sois bienvenidos aquí!»
Susana se quedó inmóvil. Miró a su madre, apretando en silencio la mano de su padre. Nadie dijo nada; simplemente se dieron la vuelta y se dirigieron hacia la salida.
Susana esperaba la reacción de Marco. Esperaba que él se pusiera a su lado y dijera que todo era solo un malentendido. Pero él permaneció en silencio – estaba justo a su lado y… no dijo nada.
Los invitados exclamaron «¡Amargo!», pero en su corazón no había ninguna alegría. Miró al novio, que estaba intentando besarla, como si nada hubiera pasado. Y en ese momento comprendió: se había equivocado. En su elección, en sus sueños, en la confianza depositada en un hombre que no la había protegido.
Susana se dio la vuelta y salió corriendo del restaurante. Marco ni siquiera intentó detenerla.
Frente a la salida del edificio, el coche de sus padres la esperaba. Su madre se acercó, la abrazó y le secó las lágrimas de la cara.
«Hija mía, piénsalo bien. ¿Quizás vale la pena volver?» susurró.
«Madre, ¿qué pasará después? ¿Vivir en una familia que me humilla? ¿Debo esperar a que me obliguen a ser una ‘esposa adecuada’? No, madre. He elegido mi camino.»
A lo lejos se oyó la voz de Marco. Estaba de pie, dudoso, buscando las palabras correctas.
«Susana, no conviertas esta situación en un drama. Se trata solo de dinero. ¿Realmente vale la pena destruir nuestro futuro por esto?»
Le quitó el anillo de compromiso y se lo entregó.
«Aquí tienes tu ‘futuro’. Tómalo.»
«Susana, esto es un mal presagio…» murmuró.
Ella sonrió amargamente. ¿Cuántos más signos tendría que ver para entender que esa relación era un error?
«No quiero formar parte de esta familia. Gracias por haberme abierto los ojos a tiempo.»
Se subió al coche, y su padre arrancó el motor. Cuando el vehículo comenzó a moverse, por primera vez en ese día, sintió la tranquilidad.
Unos días después, Susana presentó la solicitud de divorcio. Todo sucedió rápidamente: sin bienes, sin hijos, sin un futuro en común.
Y no se arrepintió en absoluto.