Superaremos juntos

**Lo Superaremos**

Cuando se acaban las lágrimas y no quedan fuerzas para soportar el dolor, hay que obligarse a vivir. Vivir a toda costa, para llevar bondad y felicidad a quienes nos rodean. Y lo más importante: saber que alguien te necesita.

Hugo y su esposa Irene lloraban junto a la cama de su hijo en el hospital, al que habían llevado a su hijo de trece años, Adrián, después de que lo atropellara un coche. Era su único hijo, un chico inteligente y bondadoso, adorado por sus padres.

—Doctor, díganos, ¿sobrevivirá nuestro Adrián? —preguntó Irene, buscando esperanza en los ojos del médico, que evitaba su mirada sin prometer nada.

—Hacemos todo lo posible —fue la única respuesta.

Hugo e Irene no eran ricos, pero habrían encontrado el dinero que fuera necesario con tal de salvar a su hijo. Pero ni el dinero ni su amor pudieron salvarlo. Adrián estaba inconsciente y le quedaba poco tiempo.

En la habitación de al lado yacía Marcos, un chico de unos catorce años. Huérfano y sin suerte en la vida, entendía perfectamente su situación. Se sentía débil, le costaba respirar y sabía que no le quedaba mucho. Para él, un niño de un orfanato con un corazón enfermo que podía detenerse en cualquier momento, no había un donante.

Cada vez que el médico anciano se acercaba, evitando su mirada, le decía lo mismo:

—Todo irá bien, Marcos. Encontraremos un corazón para ti. Solo mantén la esperanza.

Pero Marcos ya sabía que el médico solo intentaba calmarlo. No lloraba.

—El tiempo pasa y nada cambia —pensaba—. Debo aceptarlo. Miraré por la ventana, al cielo azul, la hierba verde, el sol que calienta a todos. Pronto ya no lo veré.

Sus cuidadores y el director del orfanato también lo visitaban, repitiendo las mismas palabras vacías, sin mirarlo a los ojos.

—Todo irá bien —decían, y él asentía, sin contarles que lo entendía todo.

Una vez, fingiendo estar dormido, escuchó a su cuidador hablar con el médico:

—Si hay alguna posibilidad, sálvenlo. Es un buen chico. Sé que encontrar un corazón no es fácil, pero…

—No está en mis manos —suspiró el médico—. Ojalá pudiera ayudarlo.

Marcos respiraba con dificultad. Cerraba los ojos y pensaba:

—Cuando llegue el momento, solo espero que no duela…

Su amigo Rafa, del orfanato, lloraba al visitarlo. Marcos lo tranquilizaba:

—No te preocupes. Allá también habrá vida. Nos volveremos a ver, pero no pronto.

Marcos reflexionaba como un adulto:

—Sé que mi vida pende de un hilo, que puede terminar en cualquier momento. Qué pena no volver a ver la lluvia cálida, el sol brillante, el crujido de la nieve en invierno.

No esperaba milagros. Cuando el médico se acercó esa vez, mirándolo directamente, le dijo:

—Prepárate, Marcos. Operación mañana. Confío en que todo saldrá bien.

Marcos se quedó pensativo. Ya no creía en nada. No sabía que, en el despacho del médico, los padres de Adrián vivían su propia tragedia. No conocía a ese chico. Irene gritaba entre lágrimas:

—¡Jamás permitiré que le den el corazón de mi niño a otro!

Hugo callaba, incapaz de decidir. Pero el médico insistía:

—Su hijo no tiene salvación. Pero pueden darle vida a otro niño. El tiempo apremia. Decídanse.

Finalmente, Hugo miró al médico con ojos nublados:

—Acepto. Que el corazón de mi hijo late en otro niño.

Irene, sin fuerzas para hablar, recibió un sedante.

En el quirófano, Marcos cerró los ojos. No sentía miedo. Pensaba en reunirse con sus padres, muertos en un accidente años atrás. No le explicaron que recibiría un trasplante. No creía en milagros.

Al despertar, vio al médico sonriendo:

—Ya estás despierto. Ahora sí, todo irá bien.

Marcos notó que esta vez el médico lo miraba a los ojos. Un rayo de esperanza lo atravesó.

—¿De verdad será posible? —pensó antes de dormirse de nuevo.

Los padres de Adrián esperaban fuera. Sabían que su hijo había muerto, pero querían creer que su corazón seguiría latiendo en otro niño.

El médico salió y se acercó:

—La operación fue un éxito. Gracias por salvar a Marcos. El corazón de su hijo late en él.

Irene rompió a llorar. Hugo no pudo hablar.

Con el tiempo, Marcos se recuperó. Conoció a los padres de Adrián, que lo visitaban casi a diario. Un día, Hugo e Irene le dieron una noticia:

—Marcos, queremos adoptarte. Si estás de acuerdo.

Al principio, Irene se había resistido. Pero el corazón de su hijo en su pecho la convenció. Discutieron, lloraron y al final decidieron que Marcos llenaría un poco el vacío.

Marcos se sintió inseguro. Notaba cómo Irene lo observaba, buscando rasgos de Adrián.

Al llegar a su nueva casa, Hugo lo llevó a la habitación de Adrián:

—Ahora es tuya.

Marcos vio una tablet y miró a Hugo, pidiendo permiso.

—Puedes usarla —dijo Hugo antes de salir.

Marcos, que jamás había tenido algo así, la tomó con curiosidad. De pronto, Irene entró gritando:

—¿No te enseñaron a pedir permiso?

Marcos se sobresaltó.

—Me… me dejó…

Hugo intervino:

—Yo se lo permití.

Irene arrancó la tablet y salió llorando. Hugo la siguió, intentando calmarla.

—No puedes tratarlo así, Irene. Está delicado.

—¿Y yo? ¿Acaso yo no importo? —gritó ella.

Marcos pensó en volver al orfanato. O que el corazón no hubiera funcionado.

Con el tiempo, la casa se calmó. Pero Marcos notaba que Irene lo comparaba constantemente:

—Adrián lo hacía mejor. Adrián era más rápido, más inteligente…

Marcos los trataba de «ustedes». Hugo intentaba suavizar las cosas:

—Dale tiempo, hijo. No ha superado la pérdida.

Pero un día Irene estalló:

—No lo soporto. No es él. —Empacó y se fue a casa de su madre.

Esa noche, Marcos le dijo a Hugo:

—Lléveme al orfanato mañana. No quiero separarlos.

Hugo lo miró y vio la misma bondad que en Adrián. Lo abrazó.

—No, Marcos. Somos hombres. Lo superaremos.

Vivieron en paz, cocinando juntos, compartiendo charlas. Pero ambos extrañaban a Irene.

—Mañana es su cumpleaños —dijo Hugo una noche.

Marcos lo miró, algo cambiando dentro de él. Lo abrazó.

—Papá, mañana traeremos a mamá a casa.

Hugo lloró. No sabía si por la palabra «papá» o por la esperanza de reconciliación.

Al día siguiente, llamaron a la puerta de sus suegros. Irene abrió, sorprendida.

—Mamá, vuelve a casa. Te echamos de menos —dijo Marcos, entregándole flores—. Feliz cumpleaños. Hemos preparado todo…

Irene se quedó atónita. Lo abrazó llorando.

—Claro que sí, hijo. Perdóname.

Marcos había recibido un milagro: una vida nueva, unos padres que lo amaban. Y aunque sabía que se lo debía a un niño que ya no estaba, seguía adelante, riendo, viviendo. Porque al final… lo habían superado.

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Superaremos juntos