Superar los obstáculos del destino

**Soportar los golpes del destino**

La puerta de la oficina se abrió, y en el umbral apareció un hombre joven, alto y bronceado. Miró atentamente a Valeria y, con voz amable, dijo:

—Buenos días, Valeria Románova, soy Marcos, su socio.

Valeria sintió un escalofrío eléctrico recorrer su cuerpo y, sonriendo educadamente, respondió:

—Buenos días, pase y siéntese.

Nerviosa y sin poder concentrarse, pronto comenzó una conversación fluida.

Afuera llovía, y ya era casi medianoche. Valeria miró el reloj colgado en la cocina, guardó la cena fría en el frigorífico y se dirigió al dormitorio. Últimamente, ya no llamaba a su marido ni lo esperaba despierta. Cansada de preocuparse, quizá se había acostumbrado a esa vida. No veía sentido en los dramas.

Amaba a Miguel, su esposo. Se habían casado por amor, una pasión que surgió en su tercer año de universidad. Un año y medio después nació su hijo Antonio, que ahora tenía cinco años.

Sus padres les regalaron un piso en un edificio nuevo como regalo de boda, donde vivían, aunque planeaban ampliar su hogar en el futuro.

Poco después de graduarse, Miguel y su amigo Adrián comenzaron un negocio. Adrián, médico, primero trabajó en un hospital público antes de abrir una clínica privada. Miguel, economista, se unió como socio. Con el tiempo, Adrián reclutó a más compañeros de clase, y la clínica creció, abriendo dos sucursales en la ciudad.

Valeria se quedaba en casa criando a su hijo. Al principio, quiso trabajar, pues también era economista, pero Miguel le dijo:

—Valeria, quédate con Antonio. Yo puedo mantenernos sin problemas. Cuando empiece el colegio, ya pensarás en trabajar.

—De acuerdo, Miguel, aunque a veces me aburro en casa.

—Lo entiendo, pero quedémonos así por ahora.

Vivían bien, viajaban a Tailandia cada año, y Valeria nunca carecía de dinero. Hasta le regalaron un coche en su cumpleaños. Pero, a medida que el negocio prosperaba, el carácter de Miguel empeoró. Ya no era el estudiante alegre y bondadoso que la había enamorado.

Las noches de Valeria eran solitarias, esperando a su marido después de medianoche. A veces lo alimentaba, pero la mayoría de las veces, él se acostaba de inmediato. Notaba su distanciamiento; ya no tenían esas conversaciones profundas.

—Necesito cambiar mi imagen —pensó—, renovarme.

Después de transformar su look, se vistió con elegancia y fue a la clínica. Al entrar, Miguel se sorprendió.

—¿Valeria? ¡Y qué cambio! Esta noche salimos a cenar.

Aunque notó que su visita no lo entusiasmaba, la velada fue maravillosa. Miguel le regaló flores y un pequeño detalle, apreciando su transformación. Valeria se sintió satisfecha, feliz de haber tomado esa decisión.

—Miguel, deberíamos pensar en un segundo hijo —propuso ella.

—¿Otro? —respondió él, evasivo—. No lo sé. Ya veremos.

Esa noche, un llamado del hospital la despertó. Le pidieron acudir de inmediato. Temblando, dejó a Antonio con una vecina. No sabía qué esperar, pero intuía que algo le había pasado a su marido. ¿Un accidente?

Al llegar, vio a Miguel tendido en una camilla, el rostro ensangrentado. Había muerto. Gritó, lloró, se negó a creerlo. Solo captó fragmentos de conversación: accidente, reanimación, una chica…

Después de aquella noche, sus padres se llevaron a Antonio. Valeria se encerró varios días, ahogando su dolor en una botella de coñac. Nada la consolaba mientras revisaba fotos de su felicidad perdida.

Según la policía, alguien había invadido el carril contrario, chocando contra el coche donde iban Miguel y Adrián.

Sus padres no la dejaron sola:

—Valeria, no te hundas. Miguel no volverá, pero tienes a Antonio. Vive por él. Ahora tendrás que trabajar.

Sabía que heredaría la parte de Miguel en la clínica. Forzándose a continuar, fue allí. En recepción, una nueva secretaria la atendió.

—¿Dónde está Daniela?

—Soy la suplente. ¿No sabe lo de Daniela? Está en el hospital.

Valeria recordó vagamente que habían mencionado a una chica aquella noche. Fue al hospital, pero no la dejaron entrar. Días después, al fin la visitó.

Daniela, pálida y asustada, preguntó por Miguel y Adrián. Valeria le dio la noticia. La joven lloró, mirando por la ventana.

Semanas después, le informaron que Daniela sería dada de alta.

—¿Con su bebé? ¿Está embarazada? —preguntó Valeria, sorprendida.

—Sí, ¿no lo sabía?

Daniela, sin familia, confesó con vergüenza:

—El bebé es de Miguel. Perdóneme.

Otro golpe. Valeria salió aturdida, manejando sin rumbo. Pensó en abandonar al niño a su suerte, pero luego recapacitó.

—Es el hermano de Antonio. Tienen la misma sangre.

Tomó una decisión. Adoptó al pequeño Adrián, criándolo como propio.

Un día, Marcos, el hermano de Adrián, llegó de Alemania para hacerse cargo de su parte del negocio. Al verse, una chispa surgió entre ellos. Ambos habían sufrido pérdidas: él, un divorcio; ella, la traición y la muerte.

Valeria comprendió que la vida sigue, llena de giros inesperados. Aprendió que, incluso en la adversidad, hay nuevas oportunidades para el amor y la redención.

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