María se aventuró a compartir su vida, pero la realidad destrozó sus sueños en mil pedazos.
María siempre fue una mujer querida por todos a su alrededor, pero el destino quiso que permaneciera sola. En su juventud, se dedicó a los libros y al conocimiento que sus padres, especialmente su madre, atesoraban como un bien preciado. Creció en un pequeño pueblo cerca de Salamanca, rodeada del silencio y las páginas de viejas novelas, lejos del bullicio y las pasiones mundanas.
Un día, un hombre irrumpió en su vida: alto, adinerado, con una sonrisa cautivadora. La cortejó con vehemencia, y el matrimonio parecía inevitable, como el amanecer después de la noche. Pero el destino lanzó un golpe cruel: la repentina muerte de su padre y la grave enfermedad de su madre desbarataron todos sus planes. María se quedó cuidando de su madre enferma, mientras el prometido, incapaz de resistir las pruebas, se desvaneció de su vida como un espectro, dejando solo un amargo sabor a traición.
Años después, tras la muerte de su madre, María sintió de repente cuánto le faltaba el calor de otra persona. Veía cómo sus amigas recuperaban la libertad tras sus divorcios, cómo desplegaban sus alas, y sin embargo, en su corazón ardía un deseo profundo de cercanía, de alguien que compartiera su soledad. Fue entonces cuando el destino la unió con un viudo llamado Javier. Era un hombre afín a ella —amaba la literatura del siglo XIX, citaba a Galdós y Unamuno, y sus charlas junto a la chimenea se convirtieron en la chispa que avivó el romance. A pesar de las advertencias de sus allegados —“¿Para qué te metes en esto a tu edad? ¡Vive para ti misma!”—, María y Javier decidieron casarse creyendo que el amor podría superarlo todo.
Sin embargo, la realidad fue fría e implacable. La vida en común resultó ser no una idílica convivencia, sino una prueba diaria. Javier, con su costumbre de dejar todo tirado y vivir en el caos, se volvió para María una auténtica pesadilla. Su mundo, donde todo tenía su lugar, donde cada libro estaba ordenado en la estantería y cada taza conocía su sitio, se derrumbaba bajo el desorden de él. Cada día se convertía en una batalla por la paciencia, por intentar encontrar un mínimo de armonía en medio del caos.
Intentaba hablar con él, le abría su corazón, suplicaba compartir la responsabilidad del hogar. Pero sus palabras se perdían en el vacío —Javier permanecía sordo a sus ruegos, a su dolor. Tras otro episodio en que encontró sus libros favoritos amontonados descuidadamente en una esquina y la cocina llena de platos sucios, María no aguantó más. Las lágrimas la ahogaban cuando dijo: “Quiero irme. Recuperar mi paz”. Anhelaba esa vida tranquila y solitaria donde nadie invadiera su mundo, donde ella fuera dueña de su destino.
Pero Javier, aludiendo a sus compromisos, pidió tiempo para “ordenar las cosas”. Permaneció en su casa, agravando aún más su sufrimiento. Cada paso suyo, cada sonido de su presencia cortaba su corazón como un cuchillo. Nueve meses duró esa agonía, ese matrimonio que se convirtió para ella en una cárcel. Finalmente, el divorcio se hizo oficial, y María recuperó su libertad.
De vuelta a su soledad, sintió cómo sus pulmones se llenaban de aire, y su alma de una alegría largamente olvidada. Las paredes de su pequeño apartamento se convirtieron de nuevo en su refugio, su fortaleza. Sentada con una taza de té, mirando la lluvia otoñal por la ventana, sonrió por primera vez en mucho tiempo, sincera y de corazón. La libertad que había reclamado para sí misma valía más que cualquier ilusión de felicidad compartida. María comprendió que su vida le pertenecía solo a ella, y no permitiría que nadie volviera a alterar esa paz frágil, pero tan preciada.