**Sueños rotos y un milagro de Nochevieja**
Lucía llevaba más de un año saliendo con Javier. Sus citas eran tan escasas que podían marcarse en el calendario con rotulador rojo, como días festivos. Él vivía en Zaragoza y solo venía a su pequeño pueblo cerca de Toledo por temas de trabajo. Tenían planes grandiosos para el futuro, y esta Nochevieja iban a decidir quién se mudaba con quién. Pero de pronto sonó el teléfono. Lucía se sobresaltó al ver el nombre de Javier.
—Hola, cariño —dijo ella, intentando sonar dulce pese al caos del día.
Pero al otro lado, una voz femenina cortante espetó:
—¡Hola, zorra!
Lucía se quedó paralizada, sin poder articular palabra.
Ese día previo a Nochevieja pintaba fatal. Por la mañana, la llamaron de la oficina exigiendo que fuera a firmar un contrato con unos clientes extranjeros. A nadie le importaba que Lucía tuviese cita en la peluquería. El director estaba relajándose en alguna playa, mientras ella, refunfuñando, soltó un par de palabrotas, pidió un taxi y se fue a la oficina.
Al salir del edificio, recordó que tenía que recoger el vestido que su amiga Sofía, que hacía arreglos de costura, le había ajustado. El vestido, comprado para la fiesta de fin de año, le quedaba como un saco. Lucía prefería pensar que había adelgazado, no que la tela era cutre. Llamó a su amiga:
—Sofía, lo siento, ¡se me olvidó lo del vestido!
—Lucía, ¿dónde estabas? ¡Llevo una hora llamándote! —gritó Sofía entre el bullicio de la estación de tren.
—Es mi jefe —suspiró Lucía—. ¿Y el vestido? ¿Puedo pasar a buscarlo?
—Lo siento —la voz de Sofía tembló—. Ya estamos en la estación, el tren sale en media hora.
Lucía bajó el teléfono, sintiendo cómo se desmoronaban sus ilusiones. *Bueno*, pensó, *sin vestido, sin peluquería, pero es Nochevieja. Javier vendrá y lo pasaremos juntos. No todo está perdido*.
A sus veintiséis años, Lucía seguía siendo una romántica que creía en los milagros. Incluso después de ese día horrible, confiaba en que la magia de la noche le daría algo especial.
Cuando el teléfono volvió a sonar, ella, sumida en sus pensamientos, se sobresaltó. Al ver el nombre de Javier, respiró hondo para sonar animada.
—Hola, cariño… —empezó.
—¡Hola, zorra! —la interrumpió la misma voz femenina—. ¿Te creías que dejaría a su familia por ti? ¡Bórrale el número o te arrepentirás!
El silencio en la línea fue ensordecedor. Las pocas veces que veía a Javier, sus excusas los fines de semana, sus comentarios extraños… Todo encajó en una imagen oscura. Caminó lentamente hacia la parada del autobús, apoyándose en una farola, mirando al vacío. *”Zorra”*. La palabra le golpeó como un martillo. Su mundo se había derrumbado en un instante. El año que terminaba se llevaba consigo todo en lo que había creído.
—¿Estás bien, chiquilla? —una voz grave la sacó de su trance. Ante ella, un hombre con una barba tupida y un abrigo rojo de peluche blanco al cuello.
—No —susurró Lucía, conteniendo las lágrimas—. ¿Y usted quién es?
—¿Quién va a ser? ¡Papá Noel! —sonrió él—. Vente al coche, que vas a pillar una pulmonía.
La cogió del brazo y la llevó hacia un Seat antiguo. Lucía, desconcertada, no tuvo tiempo de protestar. El coche arrancó, y ella, reaccionando, gritó:
—¡Pare! ¿Adónde me lleva? ¡Déjeme aquí!
El conductor se detuvo en el arcén y se volvió:
—Solo quería ayudar. Iba a invitarte a un chocolate caliente. Estabas ahí, helada y como ausente. Es Nochevieja, y yo… bueno, me dicen Papá Noel.
La última frase sonó ridícula, pero Lucía, sin poder evitarlo, se echó a reír. Una carcajada que arrastró el dolor del día: el vestido arruinado, la peluquería cancelada, la traición de Javier y ahora este *Papá Noel* de pacotilla.
—Perdone —dijo entre risas y lágrimas.
—Tranquila —él sonrió—. El año que se va se lleva lo malo. Todo mejorará. Mira, mi mejor amigo hoy me dejó tirado para celebrar con su nueva mujer. ¡Quince años de tradición, a la porra!
De pronto, Lucía sintió un alivio. Quizá el frío, quizá este encuentro absurdo, pero el peso en su pecho se aligeró.
—Seguro que alguien le espera —dijo el hombre, arrancando de nuevo—. ¿Adónde la llevo?
—A ningún sitio —respondió con una sonrisa triste—. En casa no hay nadie, no tengo vestido, ni peinado. Libre como el viento. Ni siquiera sé qué hacer.
—¿Entonces celebramos juntos? Conozco un sitio acogedor, prometen una noche mágica.
—Vale, pero antes paso a cambiarme —aceptó Lucía. No quería pasar sola esa noche.
En casa se cambió rápidamente y volvió al coche, con una sonrisa y algo de ilusión. En el bar, decorado con lucecitas, miró mejor a su acompañante.
—¿Y por qué va de Papá Noel? —preguntó, divertida.
—¡Ay, es una historia larga y cómica! —se rio él, quitándose la barba postiza—. Me llamo Álvaro, por cierto.
—Lucía —dijo ella, tendiéndole la mano—. Cuente, Álvaro. Hoy me faltaban historias divertidas.
Álvaro pidió dos chocolates y empezó a hablar. La conversación fluyó, y las penas se disolvieron como azúcar en el café. Fuera, los copos de nieve caían suaves, y el Año Nuevo llamaba a la puerta.
Así terminaba un año, llevándose el dolor. Y así comenzaba otro, regalándole a Lucía y Álvaro el inicio de algo luminoso y real: una historia de amor, nacida bajo las lucecitas de Navidad. Lucía lo supo entonces: el milagro, al final, había llegado.